Los abuelos
suelen ser ejemplo vivo de aquella frase: hasta que la muerte los separe.
Llegan
caminando a un parque que se encuentra a unos tres minutos de su casa, se
sientan y beben juntos un café hecho en casa. La abuela lleva una bolsa con
migajas de pan y las arroja a las palomas con una ternura que conmueve, para no
golpearlas.
Siempre el
mismo parque, siempre la misma banca, siempre el mismo café. Y, ¿de qué hablan
estos queridos viejos? No hablan. Ya se ha dicho todo, ahora sólo les queda
amar.
Nada tiene de
aburrido ese amor, nada tiene de rancio, y mucho nos enseñan de lo que en
verdad es el amor. Es el mismo amor de siempre, pero ha madurado con el pasar
de los años. Se han dado cuenta de que el tiempo se va en un abrir y cerrar de
ojos y no vuelve. Se han dado cuenta de que hablar mucho es una manera de
perder el tiempo para amar.
No son
necesarias tantas palabras para comunicar lo que sentimos. Ya lo decía aquel
dramaturgo español, Calderón de la Barca: «El silencio es retórica de amantes».
Verdad que estremece, pues experimentamos que las palabras no nos bastan para
decir lo que sentimos… es porque no pueden. Por eso, los enamorados se hablan
con la sola presencia. Amasan silencio sobre silencio para gozar de aquello que
no puede decirse.
El amor
necesita silencio. Lo sabemos, por eso no nos imaginamos una escena romántica
en el estadio de fútbol –que podría darse, no se discute- o en medio de un
autódromo. Pero sí lo imaginamos en un parque, contemplando el susurro de las olas
o a las orillas de un lago. Esperando el momento adecuado para un «te amo».
Y, entonces,
los enamorados callan y descubren el lenguaje del alma. Callan para no pecar de
superficiales y frívolos. Callan porque quieren ir más lejos de lo que las
palabras son capaces. Callan porque sus ojos lo dicen todo.
Por eso, hay
que hacer la experiencia. Cuando se está con la persona amada, escucha, y deja
que el silencio lo diga todo. XG
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