El
bienestar físico es un valor casi universal. Algunos, además, persiguen
ansiosamente una especie de ‘eterna juventud’. Realizan operaciones de cirugía
estética, masajes, ejercicios especiales para adelgazar, inyecciones
‘rejuvenecedoras’, lociones y cremas de todo tipo...
Gracias
a tantas intervenciones y progresos farmacéuticos, a veces es posible
encontrarse con una señora de 50 años que parece tener 30, y con una de 40 que
no tiene nada que envidiar a una chica de 18... Algunos hombres han entrado ya
en este mercado de la ‘cosmética’ a niveles de competividad respecto a lo
conseguido, no sin grandes esfuerzos, por mujeres famosas por su ‘eterna
juventud’.
Pero
ese esfuerzo por conquistar un nivel de belleza corporal que dure el mayor
tiempo posible tiene que detenerse al llegar a fronteras insuperables. La
naturaleza no deja de pasar su factura (también la pasan los centros de
belleza, no hay que olvidarlo) y uno tiene que rendirse ante la realidad: los
años no perdonan; el proceso hacia la vejez no ha sido controlado, al menos
hasta ahora, por la técnica.
Existe,
sin embargo, una belleza distinta, más profunda, y no por ello menos
importante. La gratitud, la alegría, el optimismo, ese gusto por vivir para un
proyecto, la solidaridad, la fidelidad a unos amigos, la profundidad de un
matrimonio abierto a las riquezas del otro y a la belleza de la paternidad y la
maternidad... Son cosas que no se ven a primera vista, tesoros que brillan con
una claridad propia, bellezas que pueden suscitar más envidia que un ‘color
tropical’ en el cutis o que una nariz especialmente estirada y tersa.
En
el mundo de hoy nos vendría muy bien que el inquieto Sócrates se pasease por
nuestras calles para reírse de la ropa, de los centros de embellecimiento, de
las saunas para bajar unos kilos que se recuperan a través de esos pequeños
pasteles que tomamos entre tarde y tarde...
El
Sócrates de nariz aguileña y ojos saltones se reiría de la enorme cantidad de
productos y esfuerzos dedicados por entero a cultivar un cuerpo que está
sometido, lo queramos o no, a la gravitación universal y a la ley de la acción
y reacción (del nacimiento y de la muerte), sin pensar más que de cuando en
cuando en el espíritu (en el alma, como diría él). Se reiría de la importancia
que damos a la belleza que sólo llega a los ojos, el tacto o el olfato, y de lo
poco que nos preocupamos por la belleza del corazón, una belleza que provoca
alegrías mucho más profundas y duraderas que las logradas por un perfume o un
poco de crema de labios...
Se
reiría ese viejo Sócrates... A la vez, muchos se reirían de él al verlo pobre,
simplón, un poco desfasado. Cuesta cambiar de vida cuando ya es un hábito el
dedicar tanto tiempo a nuestro espejo. Cuesta ver más allá del peinado, de los
pantalones y de los anillos que buscan dar realce a lo que se desgasta poco a
poco.
Sócrates
dejaría de lado esas críticas. Desde su aplomo desconcertante, se pondría
delante de nosotros y nos desnudaría internamente con su ironía y sus preguntas
(preguntas profundas, perennes, ante las que no podríamos huir). Nos pediría
encontrar un sentido a la vida y la muerte, averiguar qué es la justicia y la
verdad, la amistad y el trabajo, el amor y la alegría.
No
descansaría hasta saber si tenemos esa belleza que no se consigue con lociones
ni baños solares. Esa belleza del espíritu que brilla con una luz peculiar en
un mundo que habla sólo de apariencias y de sombras, pero que desea también,
quizá sin decirlo abiertamente, valores que embellezcan profundamente a los
hombres y mujeres con tesoros que no pasan como el brillo de un relámpago en la
noche... BA
No hay comentarios.:
Publicar un comentario