Junto a nosotros hay cada vez
más inmigrantes. No son «personajes» de una parábola. Son hombres y mujeres de
carne y hueso. Están aquí con sus angustias, necesidades y esperanzas. Sirven
en nuestras casas, caminan por nuestras calles. ¿Estamos aprendiendo a
acogerlos o seguimos viviendo nuestro pequeño bienestar indiferentes al
sufrimiento de quienes nos resultan extraños? Esta indiferencia solo se
disuelve dando pasos que nos acerquen a ellos.
Podemos comenzar por aprovechar
cualquier ocasión para tratar con alguno de ellos de manera amistosa y
distendida, y conocer de cerca su mundo de problemas y aspiraciones. Qué fácil
es descubrir que todos somos hijos e hijas de la misma Tierra y del mismo Dios.
Es elemental no reírnos de sus
costumbres ni burlarnos de sus creencias. Pertenecen a lo más hondo de su ser.
Muchos de ellos tienen un sentido de la vida, de la solidaridad, la fiesta o la
acogida que nos sorprendería.
Hemos de evitar todo lenguaje
discriminatorio para no despreciar ningún color, raza, creencia o cultura. Nos
hace más humanos experimentar vitalmente la riqueza de la diversidad. Ha llegado
el momento de aprender a vivir en el mundo como la «aldea global» o la «casa
común» de todos.
Tienen defectos, pues son como
nosotros. Hemos de exigir que respeten nuestra cultura, pero hemos de reconocer
sus derechos a la legalidad, al trabajo, a la vivienda o la reagrupación
familiar. Y antes aún luchar por romper ese «abismo» que separa hoy a los
pueblos ricos de los pobres. Cada vez van a vivir más extranjeros con nosotros.
Es una ocasión para aprender a ser más tolerantes, más justos y, en definitiva,
más humanos. JAP
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