Pero
la tentación pierde casi toda su fuerza seductora cuando dentro del alma hay
una certeza profunda: Dios se interesa por mí, Dios me busca, Dios me acompaña,
Dios me salva, Dios me ama.
Entonces
la vida empieza a ser vivida de otra manera. Ya no nos fijamos si algo es fácil
o difícil, si estamos cansados o felices, si nos faltan muchas cosas o si
vivimos holgadamente. Lo que importa, lo que lleva a una madurez profunda y
serena, es poder anclar el corazón en la bondad divina.
La
vida cristiana no es simplemente una lucha para evitar caídas, para huir de las
tentaciones, para mantener un poquito la gracia que recibimos en el bautismo y
en los demás sacramentos. No es una vida de trincheras, a la defensiva. Más
bien, es una vida de conquista, de lanzamiento, de santo valor para emprender
mil obras buenas, para ayudar a un familiar enfermo, para escuchar al abuelo
que desea tener alguien a su lado, para sonreír a un niño que necesita cariño
en casa y en la escuela.
Cuando
nos ponemos en marcha, cuando dejamos que el amor guíe nuestros pasos, la
tentación poco a poco se desinfla, como un globo voluminoso pero hueco e
indefenso.
Tenemos
que descubrir la fuerza de nuestra fe cristiana. El pecado no es nunca capaz de
llenar el corazón hecho para lo eterno. Sólo el amor, y un amor pleno,
auténtico, es capaz de dar sentido a nuestros pasos, de sacarnos de las
tinieblas y de introducirnos en el mundo de la vida.
La
tentación, incluso alguna breve caída, quedará atrás. Sabremos pedir perdón
desde las lágrimas, en una confesión bien hecha. Sabremos, sobre todo,
descubrir que a quien mucho se le perdona mucho ama (cf. Lc 7,36-50).
Entonces,
y sólo entonces, la vida cambia. Vale la pena descubrir la belleza de nuestra
vocación cristiana, para empezar a ser, de verdad, hijos en el Hijo, ovejas
rescatadas que se dejan llevar, mansamente, sobre los hombros del Pastor
bueno... FP
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