Nadie lo notó al principio. Era solo un anciano de sotana blanca caminando
junto a un hombre de sandalias y mirada profunda. Iban charlando bajito, como quien repasa recuerdos
entre adoquines. Pasaron frente a una verdulería, una cancha, una esquina con
grafiti que decía ‘la fe también tiene hambre’. El de la sotana sonrió. El otro asintió.
Un niño los vio y gritó: —¡Mamá, el Papa camina con Jesús!
Pero la mamá no miró. Solo apretó el paso, sin saber que el Reino se le
había cruzado en la vereda. Cuando llegaron a la parroquia, el hombre de
sandalias le puso una mano en el hombro.
—Ahora es tu turno de descansar... déjame a mí
seguir con ellos.
Y el anciano, con los ojos mojados, susurró: —Que la ternura no se nos muera nunca.
Luego desapareció con la luz del cirio. Y en la
calle quedó solo el eco de dos pares de pasos... y uno más por venir. RM
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