Los
ricos de las ciudades podían ahora operar mejor en sus negocios. La
monetización les permitía «atesorar» monedas de oro y plata que les
proporcionaban seguridad, honor y poder. Por eso llamaban a ese tesoro
«mammona», dinero «que da seguridad».
Mientras
tanto, los campesinos apenas podían hacerse con algunas monedas de bronce o
cobre, de escaso valor. Era impensable atesorar mammona en una aldea. Bastante
tenían con subsistir intercambiándose entre ellos sus modestos productos.
Como
ocurre casi siempre, el progreso daba más poder a los ricos y hundía un poco
más a los pobres. Así no era posible acoger el reino de Dios y su justicia.
Jesús no se calló: «Ningún siervo puede servir a dos amos, pues se dedicará a
uno y no hará caso del otro... No podéis servir a Dios y al Dinero (mammona)».
Hay que escoger. No hay alternativa.
La
lógica de Jesús es aplastante. Si uno vive subyugado por el Dinero, pensando
solo en acumular bienes, no puede servir a ese Dios que quiere una vida más
justa y digna para todos, empezando por los últimos.
Para
ser de Dios no basta formar parte del pueblo elegido ni darle culto en el
templo. Es necesario mantenerse libre ante el Dinero y escuchar su llamada a
trabajar por un mundo más humano.
Algo
falla en el cristianismo de los países ricos cuando somos capaces de afanarnos
por acrecentar más y más nuestro bienestar sin sentirnos interpelados por el
mensaje de Jesús y el sufrimiento de los pobres del mundo. Algo falla cuando
pretendemos vivir lo imposible: el culto a Dios y el culto al Bienestar.
Algo
va mal en la Iglesia de Jesús cuando, en vez de gritar con nuestra palabra y
nuestra vida que no es posible la fidelidad a Dios y el culto a la riqueza,
contribuimos a adormecer las conciencias desarrollando una religión burguesa y
tranquilizadora. JAP
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