En el vagón lleno, donde nadie cede el asiento,
Cristo entra de pie. Se sostiene con fe de tubo y se balancea con cada frenón
como cualquiera. No se molesta por los empujones, ni por el calor ni por la
impaciencia. Escucha. Observa. Acompaña.
Cristo viaja con la señora que vende dulces, con el
estudiante que lee con los codos cerrados, con el obrero que cabecea de sueño.
No necesita predicar: su Evangelio va en silencio, al ritmo del trayecto.
Porque a veces la salvación no llega en coche
privado, sino en camión repleto de historias.
"Lo que hicieron con el más pequeño de mis
hermanos…"
Cristo viaja sin prisa. Pero siempre llega. RM
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