domingo, 3 de febrero de 2013

Salmo 27


Salmo 27 – Súplica y acción de gracias

Ante la amenaza de un peligro mortal, el salmista suplica al Señor que responda favorablemente a sus ruegos, librándolo de la muerte (vs. 1-3).
No es fácil determinar con exactitud la índole del peligro a que se hace alusión en el Salmo, y podría pensarse tanto en una acusación injusta como en una enfermedad grave.
Los vs. 6-7 son un canto de acción de gracias, que el salmista entona anticipadamente, porque está seguro de recibir la ayuda divina.
La súplica final por el rey y por todo el Pueblo (vs. 8-9), probablemente fue añadida más tarde, para el uso litúrgico del Salmo.
En este Salmo encontramos una súplica que un hombre angustiado lanza a Dios desde su situación de abandono y desamparo: “Hacia ti clamo, Dios mío, Roca mía, no estés mudo ante mí: no sea que, ante tu silencio, baje a la fosa igual que los demás”.
Como vemos, este hombre emplaza a Dios a que pronuncie una Palabra sobre él, pues sabe que toda palabra que sale de la boca de Dios le dará la vida, le levantará de su postración y abandono... Por eso puntualiza “no estés mudo, no guardes silencio conmigo”.
Jesucristo es la Palabra hecha carne que Dios envía para dar vida a todo hombre que, en sus angustias y aflicciones, se siente representado por nuestro salmista. Escuchemos cómo inicia San Juan su Evangelio: "En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres” (Jn.1; 1-4)
Ser cristiano significa que un hombre es tan sabio que acoge el Evangelio como lo más importante de su vida. En él, el hombre experimenta vivencialmente que Dios le ama con un Amor tan infinito y eterno como infinito y eterno es el Evangelio que le salva. Por eso nadie, ni siquiera la muerte, nos “arrebatará de su mano”.

A ti, Señor, te invoco; Roca mía, no seas sordo a mi voz; que, si no me escuchas, seré igual que los que bajan a la fosa. Escucha mi voz suplicante cuando te pido auxilio, cuando alzo las manos hacia tu santuario. No me arrebates con los malvados ni con los malhechores, que hablan de paz con el prójimo, pero llevan la maldad en el corazón. Bendito el Señor, que escuchó mi voz suplicante; el Señor es mi fuerza y mi escudo: en él confía mi corazón; me socorrió, y mi corazón se alegra y le canta agradecido. El Señor es fuerza para su pueblo, apoyo y salvación para su Ungido. Salva a tu pueblo y bendice tu heredad, sé su pastor y llévalos siempre.

Tú eres mi Roca. En un mundo en el que todo se tambalea y todo cambia, en el que el hombre es inconstante y voluble como pluma al viento, en el que nada es estable, nada es fijo, nada permanece; en un mundo de inseguridad e inconstancia... Tú permaneces cuando todo pasa. Tú eres firme, fijo, eterno. Tú eres el único que da seguridad y ofrece garantías. Sólo en ti puedo encontrar refugio, sentirme seguro y hallar paz. Tú eres mi Roca.
Alrededor mío hay arenas movedizas. Tengo que andar despacio y con cautela y la paz desaparece del alma.
Esa es mi mayor prueba: que yo mismo no estoy firme. Soy un manojo de dudas. No es ya que no me fié de nadie, sino que no me puedo fiar de mí mismo, y por eso necesito urgente y vitalmente tener al lado a alguien en quien pueda apoyarme.
Ese eres tú, Señor. Tú eres mi Roca. Sólo con mirarte encuentro reposo. Sólo con saber que estás allí, siento ya tranquilidad en mi alma. Palpo tu sólida presencia, y me invaden la tranquilidad y la paz. En un mundo de cambios, tú eres mi Roca, Señor. «El Señor es mi fuerza y mi escudo: en él confía mi corazón. El Señor es mi Roca».

Escúchanos, Señor, que te llamamos: mira, tenemos enemigos que respiran violencia y nuestro corazón desfallece; buscamos tu rostro, Señor, no nos escondas tu rostro, enséñanos tus caminos, para que un día podamos gozar de tu dicha en el país de la vida, por los siglos de los siglos. Amén

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