I. El hombre agobiado
Agobiado es un adjetivo
que indica, según el diccionario de la Real Academia, al que está «cargado de
espaldas o inclinado hacia delante». «Agobiar», es voz derivada del latín
«gibbus=giba», o sea, joroba (del árabe «huduba»; de allí el fig. fastidiar,
molestar) según su significado etimológico, no es otra cosa que «inclinar o
encorvar la parte superior del cuerpo hacia la tierra» o en su segunda
acepción: «hacer un peso o carga que doble o incline el cuerpo sobre que
descansa». De ahí que, figuradamente, agobiado es el hombre que lleva un peso
grande que lo abate, lo deprime, le hace bajar los brazos, lo deja cansado, sin
ilusiones, sin ganas de luchar. Es un hombre sin «burbujas», apesadumbrado.
¿Qué cosas agobian a
nuestros contemporáneos?
1º) – El
hombre moderno está agobiado por las preocupaciones de este mundo: los
problemas familiares, las crisis, las situaciones económicas… vive agobiado por
el exceso de trabajo: vivimos en una sociedad materialista en la que el trabajo
nos impide descansar y dedicar un tiempo a nuestra alma, a Dios, a nuestras
familias. Poco a poco nuestro pueblo se va quizá asimilando a lo que es
característico de la cultura japonesa: no trabajar para vivir sino vivir para
trabajar. Desde la Revolución Francesa hasta nuestros días, ¡cuántos intentos
por suprimir el domingo, día instituido por Dios precisamente para el hombre
agobiado, para todo el que está fatigado por el peso del trabajo semanal!
Además, ¡cuántas veces y con cuánta facilidad los mismos católicos
transgredimos para nuestro daño espiritual, no solamente el precepto de la misa
dominical sino también el precepto del descanso dominical, ambos resumidos en
el tercer mandamiento: santificarás las fiestas! Nos dice Dios, en Ex 20, 2–17:
Recuerda el día del sábado para santificarlo –ahora es el domingo, por haber
resucitado Cristo en este día–. Seis días a la semana trabajarás y harás todos
tus trabajos, pero el día séptimo es día de descanso para el Señor, tu Dios. No
harás ningún trabajo, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu
sierva, ni tu ganado, ni el forastero que habita en tu ciudad. Pues en seis
días hizo el Señor el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el
séptimo día descansó; por eso bendijo el Señor el día del sábado.
Pero en muchos países,
muchas personas se sienten agobiadas más que por este exceso de trabajo, por la
falta de trabajo, la cual ha producido en muchas personas la tan actual
depresión laboral, o tantas situaciones de desesperación, que incluso han
llevado a suicidios motivados por la pérdida de un empleo…
2º – En
nuestros días, vemos que los hombres se sienten terriblemente agobiados por
muchos miedos: hoy, como nunca, se ve a la gente con tanto miedo. El miedo es
una pasión que paraliza, que nos impide crecer espiritualmente. La violencia
que se experimenta en las calles, que llega a nuestras casas a través del
televisor, hace que el hombre tema constantemente: desde la madre que está
terriblemente preocupada por la hija o el hijo que no regresa al horario en que
avisó que volvería del trabajo o de la escuela, hasta los ancianos que se
encierran en sus casas, con mil pasadores y candados en las puertas, por temor
al ladrón, al asesino…
3º – Un
fenómeno de nuestra época, aunque ha sido una angustia para todos los tiempos,
desde que entró el pecado en el mundo, es el peso de la enfermedad. A pesar de
los avances de la ciencia, ¡cuántos hombres viven agobiados por las
enfermedades, muchas de ellas todavía incurables! Los dolores físicos son una
carga muy difícil de llevar, que muchas veces vienen acompañados de otra
enfermedad tan característica de nuestros días: ¡la depresión! La misma es un
peso, un agobio tremendo: la depresión abate físicamente y espiritualmente al
hombre, lo encorva literalmente.
4º –Pero
en realidad no hay ninguna cosa que agobie tanto al hombre, como es el peso de
sus pecados.
5º – Ahora
bien, por la fe sabemos que por el pecado entró la muerte en el mundo, y esta
muerte, originada en el pecado de nuestros primeros padres, hace que vivamos
agobiados y humillados por un peso insoportable, si no tenemos una respuesta
satisfactoria a nuestros interrogantes existenciales: ¿Quién soy? ¿A dónde voy?
¿Para qué fin estoy sobre la tierra? ¡Cuántos hermanos nuestros no han logrado
dar con una respuesta acertada y viven angustiosamente agobiados por el peso de
la muerte de un ser querido, ya sea la madre, el padre, un hijo, un amigo…!
En definitiva, al hombre
moderno le agobian todas las cosas que causan molestia o fatiga, o más aun, las
cosas que le causan tristeza o dolor, y esclavitud anímica o espiritual.
II. Jesucristo
resucitado libera al hombre de su agobio
Ante todos los hombres
agobiados, encorvados espiritualmente o físicamente por todas estas cargas que
son consecuencia del pecado de nuestros primeros padres y de nuestros propios
pecados, se nos presenta fulgurante la figura de nuestro Redentor: Jesucristo,
agobiado como nadie bajo el peso de la cruz, que cargó con nuestros pecados y
nuestras enfermedades, al punto que por sus heridas hemos sido curados (Is
53,5). Mas en este momento, en esta noche sublime, Cristo se nos presenta
glorioso, triunfante de todas sus angustias, resucitado de entre los muertos…
¡Sí!, a todos los
hombres agobiados Jesucristo resucitado les dice, hoy más que nunca: Venid a
mí, todos los que estáis afligidos y agobiados, que yo os aliviaré. Cargad
sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, porque soy paciente y humilde de
corazón; y encontraréis alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana (Mt
11,28–30).
1– Ante
el agobio de las preocupaciones de este mundo, Cristo resucitado tiene una
solución: Él, como Único Maestro, le enseña a los hombres de hoy, es decir, a
cada uno de nosotros: Buscad el Reino de Dios y su justicia y las demás cosas
se os darán por añadidura (Mt 6,33); a tantas personas fatigadas de tanto
trabajar, agobiadas, quizá nos recuerde lo mismo que a santa Marta: Marta,
Marta, por muchas cosas te afanas y sola una es la necesaria (Lc 10,41). O
mejor aún, nos señale con toda claridad, como lo hizo con la multitud de judíos
que le buscaba ansiosa luego de la multiplicación de los panes: trabajad no por
el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna, el que
os dará el Hijo del hombre (Jn 6,27).
«No trabajen por el
alimento de cada día», sencillamente quiere expresar la prioridad de valores
que debemos dar a lo espiritual por encima de lo material. ¡Tenemos que
trabajar…! Para alimentar a nuestros hijos, para sustentar a nuestra familia…
pero no debemos dejar esclavizarnos por tantas inquietudes, problemas
familiares, etc., que nos impiden dar prioridad a lo espiritual, nos hacen
olvidar del primer mandamiento.
Ante el agobio por las
muchas tribulaciones, conflictos, angustias, aflicciones… Jesús resucitado nos
repite individualmente en nuestra alma: Os digo esto para que encontréis la paz
en mí. En el mundo tendréis tribulación, pero confiad: yo he vencido al mundo
(Jn 16,33). El don de la paz interior en el sufrimiento, es fruto de la
victoria de Cristo; por eso Él nos dejó su paz y constantemente está dispuesto
a comunicárnosla. Así vemos que lo primero que dijo, luego de la resurrección a
los apóstoles, que se encontraban turbados por mil remordimientos, angustias y
temores, cuando se les apareció por primera vez estando las puertas cerradas
del Cenáculo, fue sencillamente: ¡La paz esté con vosotros! (Jn 20,19).
2– Ante
el agobio del miedo, los mismos ángeles que fueron los primeros en anunciar la
resurrección del Señor, hoy nos dicen a nosotros lo que avisaron a las santas
mujeres: No temáis. Yo sé que vosotras buscáis a Jesús el crucificado. No está
aquí, porque ha resucitado como lo había dicho (Mt 28,5). Pero no son sólo los
ángeles quienes nos animan, sino que el mismo Señor, que en el camino se apareció
a estas mujeres llenas de temor, hoy, como en aquella madrugada de la
resurrección, nos da fuerza, nos robustece, con las alentadoras palabras que
nos deben marcar definitivamente en nuestras vidas: Soy yo, no temáis (Mt
28,9). Constantemente Cristo nos dice: No temáis. Lo dijo a través del ángel a
María, a José, a los apóstoles en la tempestad, luego de la resurrección, a San
Pablo prisionero, cuando se encontraba lleno de temores por los peligros que le
acechaban en Corinto: No temas. Sigue predicando y no te calles. Yo estoy
contigo. Nadie pondrá la mano sobre ti para dañarte, porque en esta ciudad hay
un pueblo numeroso que me está reservado (He 18,9–10). En definitiva, toda la
fortaleza que nos da el Señor, se reduce a esta realidad: No temáis a los que
matan el cuerpo, pero no pueden matar al alma (Mt 10,28).
3– Ante
el agobio del pecado, la fe nos dice: «Fue sepultado, y resucitó por su propio
poder al tercer día, elevándonos por su resurrección a la participación de la vida
divina, que es la gracia». Y esto que Pablo VI señalaba en el Credo del Pueblo
de Dios tiene su fundamento en aquella expresión patética del apóstol a los
corintios: Si Cristo no resucitó, vana es vuestra fe; aun estáis en vuestros
pecados. Por consiguiente, los que murieron en Cristo se perdieron (1Cor
15,17), lo que quiere decir que si no hubiese resucitado, nuestros pecados no
habrían sido perdonados.
4– Ante
el agobio de la enfermedad, el Señor resucitado nos habla por boca del apóstol
San Pablo para decirnos: Y nosotros sabemos que aquel que resucitó al Señor
Jesús nos resucitará junto con él y nos reunirá a su lado junto con ustedes (…)
Por eso, no nos desanimamos: aunque nuestro hombre exterior se vaya
destruyendo, nuestro hombre interior se va renovando día a día. Nuestra
angustia, que es leve y pasajera, nos prepara una gloria eterna, que supera
toda medida. Porque no tenemos puesta la mirada en las cosas visibles, sino en
las invisibles: lo que se ve es transitorio, lo que no se ve es eterno (1Cor 4,
14–18).
Ante el agobio de las
tristezas de este valle de lágrimas, nuestra actitud debe ser la de los
Apóstoles apenas vieron al Señor: Los discípulos se llenaron de alegría cuando
vieron al Señor (Juan 20, 19). La alegría es un mandato de Cristo resucitado a
todos sus discípulos. Fue lo primero que ordenó a las santas mujeres cuando se
les apareció en el camino: Alegraos.
5– Finalmente,
ante el agobio por el problema de la muerte, Cristo nos da la esperanza de la
futura resurrección: Si solamente para esta vida tenemos esperanza en Cristo,
somos los más miserables de los hombres. Mas ahora Cristo ha resucitado de
entre los muertos, primicia de los que durmieron. Puesto que por un hombre vino
la muerte, por un hombre también la resurrección de los muertos. Porque como en
Adán todos murieron, así también en Cristo todos serán vivificados (1Cor 15,
19–22).
III. Los dos principales
beneficios de la resurrección de Cristo para el hombre agobiado
La resurrección de
Nuestro Señor nos trajo dos beneficios principales, en los cuales se pueden
resumir los puntos anteriores: nuestra futura resurrección corporal y nuestra
presente resurrección espiritual.
a) La futura
resurrección corporal
De la primera, tenemos
que recordar que es un dogma de fe que profesamos en el Credo cuando decimos:
«Creo en la resurrección de la carne, creo en la resurrección de los muertos».
Lamentablemente hay que confesar que un número muy significativo de católicos
da muy poca importancia a esta verdad de fe, principalmente porque es muy poco
predicada. No sucedió así con los primeros cristianos, que era una de las
verdades que más tenían asimiladas. Basta leer los testimonios de fe en la
resurrección de los muertos que escribían en sus sepulturas. Pero si bien no se
lo dice explícitamente, San Pablo nos podría recriminar como a los corintios:
¿Cómo andan diciendo algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos?
Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó
Cristo, vana es nuestra predicación, vana es también vuestra fe… ¡Pero no!
Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron (1Cor
15,12.14.20).
b) Nuestra presente
resurrección espiritual.
Cuando el antiguo
Catecismo Romano se preguntaba por qué señales se conoce que uno ha resucitado
espiritualmente con Cristo, hermosamente respondía con la frase del apóstol:
«Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas que son de arriba, donde
está Cristo sentado a la diestra de Dios Padre (Col 3,1), claramente indica que
los que desean tener la vida, los honores, la paz y las riquezas, allí sobre
todo donde está Cristo, han resucitado verdaderamente con Cristo; y cuando
añade: saborearos en las cosas que están sobre la tierra, agregó también como
una segunda señal, para poder con ella conocer si realmente hemos resucitado
con Cristo. Pues así como el gusto suele indicar el estado y la salud del
cuerpo, de igual suerte, si agradan a uno todas las cosas que son verdaderas,
las que son honestas y las que son justas y santas, y con el sentido interior del
alma percibe en ellas el gozo de las cosas del Cielo, esto puede ser una prueba
excelente de que, quién así se halla dispuesto, ha resucitado en compañía de
Jesucristo a la vida nueva y espiritual».
«De cómo al alma muerta
por los pecados se le propone como modelo la resurrección de Cristo, lo explica
el mismo Apóstol diciendo: Así como Cristo resucitó de entre los muertos para
gloria del Padre, así también procedamos nosotros con nuevo tenor de vida. Pues
si hemos sido injertados con Él por medio de la semejanza de su muerte,
igualmente lo seremos también en la de su resurrección y pasadas algunas
líneas, añade: Sabiendo que Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no
muere; la muerte ya no tiene dominio sobre Él. Porque la muerte que Él murió,
la murió al pecado una vez para siempre; mas la vida que Él vive, la vive para
Dios y es inmortal. Así también vosotros teneos muertos para el pecado, pero vivos
para Dios en Cristo Jesús.
Porque el amor de Cristo
nos apremia, al considerar que, si uno murió por todos, entonces todos han
muerto. Y Él murió por todos, a fin de que los que viven no vivan más para sí
mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos (1Cor 5, 14–15).
Conclusión:
Hemos visto como de la
resurrección del Señor, han llegado a la humanidad los bienes más grandes. Por
eso, todo hombre agobiado, en definitiva, tiene que hacer suya la oración de
los discípulos de Emaús, cuando le rogaron sin aun reconocerle: Quédate con
nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba.
Debemos resucitar con Cristo:
¡Ser hombres nuevos! No hombres agobiados, sino hombres espirituales. No
apesadumbrados, sino con alegría de vivir. No abatidos, sino con ansias de
hacer el bien al prójimo. No con los brazos caídos, sino con gran capacidad de
lucha frente al mal. Sólo empeñados en el bien, en favor de la vida, de la
libertad, de la justicia, del amor y de la paz.
No lo olvidemos nunca:
Cristo resucitado nos sigue diciendo: Venid a mí, todos los que estáis
afligidos y agobiados, que yo os aliviaré. Cargad sobre vosotros mi yugo y
aprended de mí, porque soy paciente y humilde de corazón; y encontraréis
alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana (Mt 11, 28–30). CMB
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