Lucas
1, 46-56 - En aquel tiempo, María dijo: Proclama
mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador
porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas
las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su nombre
es Santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Él
hace proezas con su brazo, dispersa a los soberbios de corazón, derriba del
trono a los poderosos y enaltece a los humildes. A los hambrientos los colma de
bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia como lo había prometido a nuestros padres en
favor de Abraham y su descendencia para siempre. María permaneció con Isabel
unos tres meses, y se volvió a su casa.
Reflexión
El Evangelio de hoy nos presenta el gran cántico
de la Santísima Virgen en su visita a la casa de Santa Isabel: el Magnificat.
Expresa su inmensa alegría por todo lo que Dios ha hecho en su humilde esclava.
En
el canto, en realidad, María dice pocas cosas nuevas. Casi todas sus frases
encuentran numerosos paralelos en los salmos y en otros libros del Antiguo
Testamento. Pero -como escribe un teólogo- si las palabras provienen en gran
parte del antiguo testamento, la música pertenece ya a la nueva alianza. En las
palabras de María estamos leyendo ya un anticipo de las bienaventuranzas y una
visión de la salvación que rompe todos los moldes establecidos. En el canto,
María dice cosas que deberían hacernos temblar.
El
canto es como un espejo del alma de María. Es, sin duda, el mejor retrato de
María que tenemos. Su canto es, a la vez, bello y sencillo. Sin alardes
literarios, sin grandes imágenes poéticas, sin que en él se diga nada
extraordinario. Y sin embargo, ¡qué impresionantes resultan sus palabras!
Es,
ante todo, un estallido de alegría. Las cosas de Dios parten del gozo y
terminan en el entusiasmo. Dios viene a llenar, no a vaciar. Pero ese gozo no
es humano. Viene de Dios y en Dios termina. La alegría de María no es de este
mundo. No se alegra de su maternidad humana, sino de ser la madre del Mesías,
su Salvador (M. Thurian). No de tener un hijo, sino de que ese hijo sea Dios.
Por
eso se sabe llena María, por eso se atreve a profetizar que todos los siglos la
llamarán bienaventurada, porque ha sido mirada por Dios. Nunca entenderemos los
occidentales lo que es para un oriental “ser mirado por Dios”. Para éste -aún
hoy- la santidad la transmiten los santos por medio de su mirada. La mirada de
un hombre de Dios es una bendición. ¡Cuánto más si el que mira es Dios!
La
cuarta estrofa del himno de María resume su visión de la historia. Y se reduce
a una sola idea: el reino de Dios, que su hijo trae, no tiene nada que ver con
el reino de este mundo. Y ésta es la parte subversiva del himno que no podemos
disimular: para María el signo visible de la venida del Reino de Dios es la
humillación de los soberbios, la derrota de los potentados, la exaltación de
los humildes y los pobres, el vaciamiento de los ricos.
Estas palabras no deben ser atenuadas: María anuncia lo que su Hijo predicará en las bienaventuranzas: que Él viene a traer un plan de Dios que deberá modificar las estructuras de este mundo de privilegio de los más fuertes y poderosos.
Estas palabras no deben ser atenuadas: María anuncia lo que su Hijo predicará en las bienaventuranzas: que Él viene a traer un plan de Dios que deberá modificar las estructuras de este mundo de privilegio de los más fuertes y poderosos.
Los
pobres y humildes de los que habla María son los que sólo cuentan con Dios en
su corazón: los humildes, los que temen a Dios, los que se refugian en él, los
que le buscan, los corazones quebrantados y las almas oprimidas. María no habla
tanto de clases sociales, sino más bien de clases de almas. ¿Y quién podrá
decir de sí mismo que es uno de esos pobres de Dios?
María
no habla solamente de la pobreza material o de la pobreza espiritual. Habla de
la suma de las dos. Y al mismo tiempo ofrece un programa de reforma de las
injusticias de este mundo y de elevación de los ojos al cielo. Son dos partes
esenciales de su Magnificat y del evangelio, dos partes inseparables.
María,
en el Magnificat, no separa lo que Dios ha unido por medio de su Hijo: los
problemas temporales de los celestiales. Su canto es, verdaderamente, un himno
revolucionario, pero de una revolución integral. Por eso María puede predicar
esa revolución con alegría.
Queridos
hermanos, pienso que es necesario que también todos nosotros cantemos con ella,
y como ella, atreviéndonos a decir toda la verdad de esa revolución que María
anuncia. Esa revolución que hubiera hecho temblar a Herodes y Pilato, si la
hubieran oído. Y que debería hacernos sangrar hoy a cuantos, de un modo o de
otro, multiplicamos el mensaje de María. NS
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