En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: «Yo
te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas
cosas a los sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre,
pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y
nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo,
y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar».
Volviéndose a los discípulos, les dijo aparte: ¡Dichosos los ojos que
ven lo que veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo
que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo
oyeron. (Lc. 10. 21-24)
“Yo te alabo, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y
entendidos, y las revelaste a los pequeños”. Estas
palabras encierran un misterio y una paradoja para la lógica humana. Los más
grandes acontecimientos de su vida, Cristo no los quiso revelar a quienes,
según el mundo, son “los sabios y prudentes”. Él tiene una manera diferente
para calificar a los hombres.
Para Dios no existen los instruidos y los iletrados, los fuertes y los
débiles, los conocedores y los ignorantes. No busca a las personas más capaces
de la tierra para darse a conocer, sino a las más pequeñas, pues sólo estas
poseen la única sabiduría que tiene valor: la humildad.
Las almas humildes son aquellas que saben descubrir la mano amorosa de
Dios en todos los momentos de su vida, y que con amor y resignación se
abandonan con todas sus fuerzas a la Providencia divina, conscientes de que son
hijos amados de Dios y que jamás se verán defraudadas por Él. La humildad es la
llave maestra que abre la puerta de los secretos de Dios. Es la gran ciencia
que nos permite conocerle y amarle como Padre, como Hermano, como Amigo.
El adviento es tiempo de preparación, un momento fuerte de ajuste en
nuestras vidas. Esforcémonos, pues, por ser almas
sencillas, almas humildes que sean la alegría y la recreación de Dios. Cristo
niño volverá a nacer en medio de la más profunda humildad como lo hiciera hace
más de dos mil años. Un par de peregrinos tocarán a la puerta de nuestro
corazón pidiendo un lugar para que el Hijo de Dios pueda nacer. ¿Cómo podremos
negarle nuestro corazón a Dios, que nos pide un corazón humilde y sencillo en
el cual pueda nacer?
“Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven, porque yo les digo que
muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven, y no lo vieron, y oír
lo que oyen, y no lo oyeron”. CDG
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