San Juan, el hijo del Zebedeo, de carácter apasionado, puede
ser para nosotros hombres de este siglo del progreso, de las prisas, de los
valores contantes y sonantes, un ejemplo de relación con Dios.
“Él, recostándose sobre el pecho de Jesús...” Es sólo una
frase tal vez. Lo hizo para preguntarle a Cristo quién es el traidor a
sugerencia de Pedro. Pero indudablemente indica una familiaridad enorme entre
Cristo y él. Esta escena habla de intimidad, de relación cordial, de confianza,
de cercanía, de amor. Se da dentro de un contexto difícil, que es la traición
de Judas. Sin embargo, encontramos a dos corazones que se comprenden, que
vibran por lo mismo, que en ese momento sufren juntos. ¿Es comprensible un
corazón tan sensible en un temperamento apasionado como el de Juan?
“Es el Señor”. Estamos en el lago de Tiberíades. Un personaje
se dirige al grupo de apóstoles y discípulos que se han pasado la noche
pescando, sin lograr nada. Ninguno lo reconoce, hasta que Juan dice: “Es el
Señor”. No se trató de una mera intuición. Más bien, se trata del amor que
facilita a quien ama descubrir al Amado apenas por nada. ¡Qué fácil es cuando
se ama a Dios encontrar a Dios en tantas cosas de la vida: un paisaje, una
nevada, un acontecimiento, los ojos de un niño! ¡Qué complicado, en cambio,
cuando la falta de amor oscurece la razón y todo se hace problema! No veo a
Dios, no siento a Dios, no toco a Dios, dicen muchos.
“No cabe temor en el amor”. Partiendo del santo temor de
Dios, la relación con Dios no puede estar basada únicamente en el temor. El
amor expulsa el temor, y la relación con Dios debe estar permanentemente regida
por esta realidad. Aun cuando Juan, al igual que los demás discípulos,
contemplaban a Cristo y se asombraban ante sus milagros y hechos, lo que
habitualmente gobernaba la relación mutua era la confianza y la cercanía.
Cristo era para ellos el rostro humano de Dios, la certeza de un Dios que les
amaba, la seguridad de un Dios que quería estar cerca de ellos.
En mi escala de valores existenciales, vitales, reales Dios
debe ocupar afectiva y efectivamente el primer lugar. No basta creer en Dios ni
acudir a Él en los momentos difíciles de la vida. En el día a día, en la toma
de decisiones, en los planes a corto, mediano y largo plazo, Dios debe estar
presente comprometiendo mi libertad, mi tiempo, mi inteligencia, mi ser entero.
Y todo ello, partiendo de una conciencia sobre la necesidad perentoria de Dios
en orden a construir la vida, el futuro, la felicidad. Hasta que no me convenza
de que sin Dios mi proyecto de vida es imposible, no podré entregarme a Él como
causa primera de todo lo que yo anhelo, persigo, quiero y busco en lo más
profundo de mi propio corazón.
Mi relación personal con ese Dios debe abandonar las cotas frías
y lejanas del raciocinio, de la sospecha, de una falsa madurez, para adquirir
los tonos cálidos y cercanos de la confianza, del corazón, del gozo. Tengo que
llegar a experimentar a Dios como Padre y Amigo. El hombre tiene que hacerse
como niño para entrar en el Reino de los Cielos, para relacionarse con Dios en
la humildad y en la sencillez, y para gustar y sentir las cosas de Dios. La
oración tiene que dejar de ser árida, seca, distante para ser una relación de
corazón a corazón. Sólo de esa forma la vida espiritual se impregnará de
cordialidad. Cuando se llegue a sentir el gusto por las cosas de Dios, entonces
realmente Dios habrá llegado a ser Alguien para nosotros.
También en mí día a día las cosas de Dios tienen que ir
tomando su sitio y su lugar. No me puede fallar la oración diaria, la vida
sacramental, la presencia de Dios, el sentido de Dios en las cosas que realizo.
Dios debe bajar a mi vida y encarnarse en lo cotidiano: en el trabajo hecho por
Él, en la vida de oración en familia, en el recuerdo de Dios en los misterios
de gozo y de dolor de mi existencia. Dios debe obligarme a organizar mi tiempo
a mediano y largo plazo para que nunca me falle el alimento espiritual por
improvisación o descuido. Dios debe motivar mi voluntad en las decisiones difíciles
y complicadas, y ser mi fuerza en los momentos de tentación. En fin, Dios debe
serlo todo para mí. Entonces seré como “árbol plantado a la vera del agua, que
junto a la corriente echa sus raíces. No temerá cuando viene el calor y estará
su follaje frondoso; en año de sequía no se inquieta ni se retrae de dar fruto”
(Jer 17, 8).
En la vida hay pocas verdades esenciales, pero sin duda una
de ellas es la afirmación sin discusión posible sobre la prioridad de Dios en
mi quehacer cotidiano. Dios quiso ser parte esencial de mi felicidad y no
renuncia a ello por nada. Siempre que la humanidad colectivamente ha pasado por
una época de alejamiento de Dios, de abandono de la fe, de rechazo de los
valores del espíritu, automáticamente ha caído en una serie de aberraciones que
resultan denigrantes. Basta para ello recordar esa descripción tan dura del
mundo sin Dios que nos relata S. Pablo en la carta a los Romanos (1, 18-28). En
cambio, las épocas de fe siempre han traído consigo la paz, el sosiego, el
gozo. JJF
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