Hogares Cristianos
Hoy se habla mucho de la crisis de la institución familiar. Ciertamente,
la crisis es grave. Sin embargo, aunque estamos siendo testigos de una
verdadera revolución en la conducta familiar, y muchos han predicado la muerte
de diversas formas tradicionales de familia, nadie anuncia hoy seriamente la
desaparición de la familia.
Al contrario, la historia parece enseñarnos que en los tiempos difíciles
se estrechan más los vínculos familiares. La abundancia separa a los hombres.
La crisis y la penuria los unen. Ante el presentimiento de que vamos a vivir
tiempos difíciles, son bastantes los que presagian un nuevo renacer de la
familia.
Con frecuencia, el deseo sincero de muchos cristianos de imitar a la
Familia de Nazaret ha favorecido el ideal de una familia cimentada en la
armonía y la felicidad del propio hogar. Sin duda es necesario también hoy
promover la autoridad y responsabilidad de los padres, la obediencia de los
hijos, el diálogo y la solidaridad familiar. Sin estos valores, la familia
fracasará.
Pero no cualquier familia responde a las exigencias del reino de Dios
planteadas por Jesús. Hay familias abiertas al servicio de la sociedad y
familias egoístas, replegadas sobre sí mismas. Familias autoritarias y familias
donde se aprende a dialogar. Familias que educan en el egoísmo y familias que
enseñan solidaridad.
Concretamente, en el contexto de la grave crisis económica que estamos
padeciendo, la familia puede ser una escuela de insolidaridad en la que el
egoísmo familiar se convierte en criterio de actuación que configurará el
comportamiento social de los hijos. Y puede ser, por el contrario, un lugar en
el que el hijo puede recordar que tenemos un Padre común, y que el mundo no se
acaba en las paredes de la propia casa.
Por eso no podemos celebrar la fiesta de la Familia de Nazaret sin
escuchar el reto de nuestra fe. ¿Serán nuestros hogares un lugar donde las
nuevas generaciones podrán escuchar la llamada del Evangelio a la fraternidad
universal, la defensa de los abandonados y la búsqueda de una sociedad más
justa, o se convertirán en la escuela más eficaz de indiferencia, inhibición y
pasividad egoísta ante los problemas ajenos?
Indiferencia
La actitud más inhumana ante el sufrimiento de tantos hombres y mujeres que mueren de hambre en el mundo es, sin duda, la apatía e insensibilidad de quienes nos sentimos a salvo de tan trágica situación. Gracias al desarrollo de los medios de comunicación hoy sabemos más que nunca de la miseria, el hambre y las desgracias que asolan a pueblos enteros de la tierra. Pero todo ello, lejos de estimular nuestra solidaridad, nos acostumbra a veces a mirarlo todo con resignación y apatía. Hemos aprendido a quedarnos indiferentes ante las cifras y estadísticas que nos hablan de miseria y muerte.
La actitud más inhumana ante el sufrimiento de tantos hombres y mujeres que mueren de hambre en el mundo es, sin duda, la apatía e insensibilidad de quienes nos sentimos a salvo de tan trágica situación. Gracias al desarrollo de los medios de comunicación hoy sabemos más que nunca de la miseria, el hambre y las desgracias que asolan a pueblos enteros de la tierra. Pero todo ello, lejos de estimular nuestra solidaridad, nos acostumbra a veces a mirarlo todo con resignación y apatía. Hemos aprendido a quedarnos indiferentes ante las cifras y estadísticas que nos hablan de miseria y muerte.
Podemos calcular cuántos niños mueren de hambre cada minuto, sin que se
conmueva un ápice nuestra conciencia. Las imágenes más crueles y trágicas que
pueda servirnos la televisión quedan rápidamente borradas por el telefilme o el
concurso de turno. Y, sin embargo, la muerte por hambre es la más indigna
e inmoral de todas las muertes porque es evitable y sólo se produce por nuestra
indiferencia y complicidad. Lo dicen los expertos: sobran alimentos, falta
solidaridad.
La indiferencia en los países occidentales alcanza a veces rasgos
escandalosos y provocativos. Estas mismas navidades hemos podido ver anunciadas
en la prensa cenas de fin de año a 115 euros el cubierto. A los pocos días
se nos informaba que los indios de Chiapas (México) viven durante todo el año
con el equivalente aproximado a 85 euros.
¿Cómo se puede calificar este estado de cosas?
Mientras cien mil personas mueren de hambre cada día, en nuestras
sociedades ricas casi la mitad de la población vive preocupada por problemas
derivados de una alimentación excesiva. Sobre la misma tierra en que caen
cada día tantos hombres y mujeres vencidos por el hambre, nosotros, bien
alimentados, paseamos, corremos o hacemos «footing» para bajar el exceso de
peso. Este es nuestro pecado y también nuestra mayor vergüenza.
En esta fiesta de la Sagrada Familia hay algo que los creyentes no
deberíamos olvidar. Según Jesús, la familia no puede quedar reducida a quienes
estamos unidos por lazos de sangre. Todos los humanos formamos «la familia de
Dios».
No podemos celebrar satisfechos la Navidad dentro de nuestro hogar
mientras hay familias en el mundo que mueren de hambre.
En el seno de una familia judía
En Nazaret, la familia lo era todo: lugar de nacimiento, escuela de vida
y garantía de trabajo. Fuera de la familia, el individuo queda sin protección
ni seguridad. Solo en la familia encuentra su verdadera identidad. Esta familia
no se reducía al pequeño hogar formado por los padres y sus hijos. Se extendía
a todo el clan familiar, agrupado bajo una autoridad patriarcal, y formado por
todos los que se hallaban vinculado en algún grado por parentesco de sangre o
por matrimonio. Dentro de esta «familia extensa» se establecían estrechos lazos
de carácter social y religioso. Compartían los aperos o los molinos de aceite;
se ayudaban mutuamente en las faenas del campo, sobre todo en los tiempos de
cosecha y de vendimia; se unían para proteger sus tierras o defender el honor
familiar; negociaban los nuevos matrimonios asegurando los bienes de la familia
y su reputación. Con frecuencia, las aldeas se iban formando a partir de estos
grupos familiares unidos por parentesco.
En contra de lo que solemos imaginar, Jesús no vivió en el seno de una
pequeña célula familiar junto a sus padres, sino integrado en una familia más
extensa. Los evangelios nos informan de que Jesús tiene cuatro hermanos que se
llaman Santiago, José, Judas y Simón, y también algunas hermanas a las que
dejan sin nombrar, por la poca importancia que se le daba a la mujer. Probablemente
estos hermanos y hermanas están casados y tienen su pequeña familia. En una
aldea como Nazaret, la «familia extensa» de Jesús podía constituir una buena
parte de la población. Abandonar la familia era muy grave.
Significaba perder la vinculación con el grupo protector y con el
pueblo. El individuo debía buscar otra «familia» o grupo. Por eso, dejar la
familia de origen era una decisión extraña y arriesgada. Sin embargo llegó un
día en que Jesús lo hizo. Al parecer, su familia e incluso su grupo familiar le
quedaban pequeños. El buscaba una «familia» que abarcara a todos los hombres y
mujeres dispuestos a hacer la voluntad de Dios. La ruptura con su familia marcó
su vida de profeta itinerante. JAP
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