domingo, 31 de diciembre de 2017

Fiesta de la Sagrada Familia

Hogares Cristianos
Hoy se habla mucho de la crisis de la institución familiar. Ciertamente, la crisis es grave. Sin embargo, aunque estamos siendo testigos de una verdadera revolución en la conducta familiar, y muchos han predicado la muerte de diversas formas tradicionales de familia, nadie anuncia hoy seriamente la desaparición de la familia.
Al contrario, la historia parece enseñarnos que en los tiempos difíciles se estrechan más los vínculos familiares. La abundancia separa a los hombres. La crisis y la penuria los unen. Ante el presentimiento de que vamos a vivir tiempos difíciles, son bastantes los que presagian un nuevo renacer de la familia.
Con frecuencia, el deseo sincero de muchos cristianos de imitar a la Familia de Nazaret ha favorecido el ideal de una familia cimentada en la armonía y la felicidad del propio hogar. Sin duda es necesario también hoy promover la autoridad y responsabilidad de los padres, la obediencia de los hijos, el diálogo y la solidaridad familiar. Sin estos valores, la familia fracasará.
Pero no cualquier familia responde a las exigencias del reino de Dios planteadas por Jesús. Hay familias abiertas al servicio de la sociedad y familias egoístas, replegadas sobre sí mismas. Familias autoritarias y familias donde se aprende a dialogar. Familias que educan en el egoísmo y familias que enseñan solidaridad.
Concretamente, en el contexto de la grave crisis económica que estamos padeciendo, la familia puede ser una escuela de insolidaridad en la que el egoísmo familiar se convierte en criterio de actuación que configurará el comportamiento social de los hijos. Y puede ser, por el contrario, un lugar en el que el hijo puede recordar que tenemos un Padre común, y que el mundo no se acaba en las paredes de la propia casa.
Por eso no podemos celebrar la fiesta de la Familia de Nazaret sin escuchar el reto de nuestra fe. ¿Serán nuestros hogares un lugar donde las nuevas generaciones podrán escuchar la llamada del Evangelio a la fraternidad universal, la defensa de los abandonados y la búsqueda de una sociedad más justa, o se convertirán en la escuela más eficaz de indiferencia, inhibición y pasividad egoísta ante los problemas ajenos?

Indiferencia 
La actitud más inhumana ante el sufrimiento de tantos hombres y mujeres que mueren de hambre en el mundo es, sin duda, la apatía e insensibilidad de quienes nos sentimos a salvo de tan trágica situación. Gracias al desarrollo de los medios de comunicación hoy sabemos más que nunca de la miseria, el hambre y las desgracias que asolan a pueblos enteros de la tierra. Pero todo ello, lejos de estimular nuestra solidaridad, nos acostumbra a veces a mirarlo todo con resignación y apatía. Hemos aprendido a quedarnos indiferentes ante las cifras y estadísticas que nos hablan de miseria y muerte. 
Podemos calcular cuántos niños mueren de hambre cada minuto, sin que se conmueva un ápice nuestra conciencia. Las imágenes más crueles y trágicas que pueda servirnos la televisión quedan rápidamente borradas por el telefilme o el concurso de turno. Y, sin embargo, la muerte por hambre es la más indigna e inmoral de todas las muertes porque es evitable y sólo se produce por nuestra indiferencia y complicidad. Lo dicen los expertos: sobran alimentos, falta solidaridad. 
La indiferencia en los países occidentales alcanza a veces rasgos escandalosos y provocativos. Estas mismas navidades hemos podido ver anunciadas en la prensa cenas de fin de año a 115 euros el cubierto. A los pocos días se nos informaba que los indios de Chiapas (México) viven durante todo el año con el equivalente aproximado a 85 euros.
¿Cómo se puede calificar este estado de cosas? 
Mientras cien mil personas mueren de hambre cada día, en nuestras sociedades ricas casi la mitad de la población vive preocupada por problemas derivados de una alimentación excesiva. Sobre la misma tierra en que caen cada día tantos hombres y mujeres vencidos por el hambre, nosotros, bien alimentados, paseamos, corremos o hacemos «footing» para bajar el exceso de peso. Este es nuestro pecado y también nuestra mayor vergüenza. 
En esta fiesta de la Sagrada Familia hay algo que los creyentes no deberíamos olvidar. Según Jesús, la familia no puede quedar reducida a quienes estamos unidos por lazos de sangre. Todos los humanos formamos «la familia de Dios». 
No podemos celebrar satisfechos la Navidad dentro de nuestro hogar mientras hay familias en el mundo que mueren de hambre.

En el seno de una familia judía
En Nazaret, la familia lo era todo: lugar de nacimiento, escuela de vida y garantía de trabajo. Fuera de la familia, el individuo queda sin protección ni seguridad. Solo en la familia encuentra su verdadera identidad. Esta familia no se reducía al pequeño hogar formado por los padres y sus hijos. Se extendía a todo el clan familiar, agrupado bajo una autoridad patriarcal, y formado por todos los que se hallaban vinculado en algún grado por parentesco de sangre o por matrimonio. Dentro de esta «familia extensa» se establecían estrechos lazos de carácter social y religioso. Compartían los aperos o los molinos de aceite; se ayudaban mutuamente en las faenas del campo, sobre todo en los tiempos de cosecha y de vendimia; se unían para proteger sus tierras o defender el honor familiar; negociaban los nuevos matrimonios asegurando los bienes de la familia y su reputación. Con frecuencia, las aldeas se iban formando a partir de estos grupos familiares unidos por parentesco.
En contra de lo que solemos imaginar, Jesús no vivió en el seno de una pequeña célula familiar junto a sus padres, sino integrado en una familia más extensa. Los evangelios nos informan de que Jesús tiene cuatro hermanos que se llaman Santiago, José, Judas y Simón, y también algunas hermanas a las que dejan sin nombrar, por la poca importancia que se le daba a la mujer. Probablemente estos hermanos y hermanas están casados y tienen su pequeña familia. En una aldea como Nazaret, la «familia extensa» de Jesús podía constituir una buena parte de la población. Abandonar la familia era muy grave.
Significaba perder la vinculación con el grupo protector y con el pueblo. El individuo debía buscar otra «familia» o grupo. Por eso, dejar la familia de origen era una decisión extraña y arriesgada. Sin embargo llegó un día en que Jesús lo hizo. Al parecer, su familia e incluso su grupo familiar le quedaban pequeños. El buscaba una «familia» que abarcara a todos los hombres y mujeres dispuestos a hacer la voluntad de Dios. La ruptura con su familia marcó su vida de profeta itinerante. JAP

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