Un hombre estaba sentado en el comedor de su casa; a su
izquierda había un vaso de agua y a su derecha un plato de comida. Inseguro de
si era hambre o sed lo que padecía, dudaba entre tomar la comida o beber el
agua. Y al persistir la incertidumbre, murió sin probar alimento ni saciar su
sed.
Para la Biblia, la fe es la fuente de toda la vida
religiosa. A Dios debe responderle el ser humano con la fe. Siguiendo las
huellas de Abrahán, padre de todos los creyentes (Rm 4,
11), personajes ejemplares del Antiguo Testamento vivieron y murieron en la fe
(Hb 11), que Jesús lleva a su perfección (Hb 12, 2).
Los discípulos de Cristo son los que han creído (Hch 2, 44) en
Él.
El que ha creído en la Palabra, introducido en la Iglesia
por el bautismo, participa en la enseñanza, en el espíritu, en la liturgia de
la Iglesia (Hch 7, 55-60), en una confianza absoluta en Aquel en
quien ha creído (2 Tm 1, 12; 4, 17s.) Se llega a la fe por la
entrega, por la confianza en Dios, por la aceptación de su Palabra. El
corazón tiene razones que la razón no comprende… Es el corazón el que siente a
Dios, no la razón. Y eso es precisamente la fe: Dios sensible al corazón, no a
la razón (Pascal).
La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las
realidades que no se ven (Hb
11, 1). La fe mueve montañas. Sólo las personas de fe pueden realizar grandes
empresas y sacar fuerzas de todas las contrariedades que salen al paso. La fe
ayuda, la fe es tabla de salvación. La fe te ayuda mucho. Cuando no hay fe,
falta la vida.
Sin la fe no podríamos subsistir. El
hombre es lo que cree. Somos lo que creemos que somos. A. Chejov y
J. Suart Mill afirman que la persona que tiene fe posee más fuerza que otras
noventa y nueve que sólo tengan intereses. Cuando uno cree que algo
es verdadero, se pone en un estado como si lo fuese. Fe
es cualquier principio, guía, aforismo, convicción o pasión que pueda
suministrar sentido y orientación a la vida (A. Robbins).
El poder sin límites está en nuestra fe, pues ya lo
expresaba muy bien Virgilio: Pueden porque creen que pueden. Hay que
aprovechar cualquier cosa que ofrezca a un ser humano un rayo de fe y de
esperanza y lo pueda cambiar. Somos lo que creemos. Nuestro sistema de
creencias se basa en nuestras experiencias pasadas, las cuales revivimos
constantemente en el presente, temiendo que el futuro vaya a ser igual que el
pasado.
Sólo en el ahora podemos rectificar nuestras
percepciones erróneas, y eso sólo se puede lograr eliminando de nuestra mente
todo lo que creemos que otros nos han hecho y lo que nosotros creemos haberles
hecho a otros.
La duda y la indecisión nos llevan a la muerte. No
podemos vivir sin fe, sin confianza. Las dudas son nuestros traidores, decía
Shakespeare. Y es cierto, porque basta con que penetre una duda en nuestra
mente para acabar con toda la confianza y seguridad del mundo. La duda forma
parte del sistema de nuestras creencias.
Al dudar de nuestros logros potenciales, proclamamos
con certeza lo que es y lo que no es posible. Nadie se puede permitir el lujo
de albergar dudas y admitir en su mente frases como: No
tengo el talento suficiente. Eso no se puede hacer,
sé realista.
Si hay confianza al pedir, también la hay al expresarse
en cualquier tipo de conversación. Cuando hay confianza nos movemos a gusto,
nos mostramos como somos, abrimos la mente, el corazón y todo el ser.
En 1982, la Corporación Forum, de Boston Massachusetts,
estudió a 341 vendedores de distintas compañías, en cinco industrias, para
determinar a qué se debía la diferencia entre los más altos productores y los
productores término medio. De éstos, 173 eran vendedores del más alto nivel, y
168 eran vendedores término medio.
Cuando se terminó el estudio, era claro que la
diferencia entre los dos grupos no podía atribuirse a destrezas, conocimientos
o habilidad. La Corporación Forum encontró que la diferencia ¡se debía a la
honradez! Las personas que alcanzaban el más alto nivel en ventas eran más
productivas porque los clientes tenían confianza en ellas. Y como les creían,
les compraban a ellas.
En Jeremías (17,5-8) se ponen en claro dos actitudes,
la del que confía en el ser humano y la del que pone toda su confianza en el
Señor. Por eso dice maldito, es decir, infeliz, a quien
pone su propia estabilidad, el fundamento de todo el edificio de su existencia,
en sí mismo y en la caducidad humana: maldito el hombre que confía en otra persona (Jr
17,5); y declara bendito, es decir, lleno de vida, al
que pone toda su existencia en la fidelidad de la palabra de Dios: bendito
el hombre que confía en el Señor (Jr 17,7). Al ser humano se
le presentan dos opciones fundamentales en su vida, o poner su confianza en
Dios, en la vida, adherirse a él, o vivir alejado de Dios y poner su confianza
en los ídolos que llevan a la muerte.
En Lc 6,20-26 se nos ofrece la proclamación fundamental
de Jesús condensada en las bienaventuranzas, dirigida a los pobres e infelices,
y en los ayes, que tienen como destinatarios a los ricos de este mundo. En los
salmos se declara a una persona bienaventurada o feliz porque
cumple con la ley del Señor: ¡Dichoso el que teme al Señor y sigue su camino! (Sal
128,1).
Las maldiciones, o ayes, son
dirigidos a aquellos que se han apartado de Dios y viven en la muerte. ¡Ay
de los que disimulan sus planes para ocultarlos al Señor! (Is
29,15).
Jesús dirige las bienaventuranzas simplemente a los
pobres, a los hambrientos, a los que lloran, a los perseguidos, como
declaración de felicidad. Los pobres, los perseguidos, los mansos, son felices
porque, son ya desde ahora los seguros y privilegiados destinatarios de la
misericordia de Dios. EGN
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