Les invito a releer el pasaje del Evangelio que nos invita a construir
sobre la roca sólida de la palabra de Jesucristo:
“Todo el que escucha estas palabras mías y las pone en práctica es
semejante a un hombre prudente que ha construido su casa sobre la roca. Cayó la
lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y se abatieron sobre
aquella casa. Y ella no cayó porque estaba edificada sobre la roca. Todo el que
escucha mis palabras y no las pone en obra, es como un hombre necio que
construyó su casa sobre la arena. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos,
soplaron los vientos y se abatieron sobre aquella casa; esta cayó y su ruina
fue grande" (Mt 7, 24-27).
Edificar la vida sobre roca. Desde mi infancia y primera juventud fue
esta una de mis mayores preocupaciones y uno de mis más hondos anhelos.
Consciente de que la vida es una y se vive una sola vez, no quería que el
tiempo de vida que Dios me habría de dar pasara en vano edificando un edificio
que luego se hubiera de desplomar por haber sido edificado sobre inconsistente
arena movediza. La meditación de estas palabras de Jesucristo me llevó a buscar
con todas mis fuerzas edificar mi vida sobre una roca firme, inconmovible,
capaz de atravesar la frontera del tiempo y anclarla en la eternidad de Dios.
La vida es algo que nos ha sido dado. Ningún hombre o mujer la ha
pedido. Un buen día se encontró en la tierra, en medio de una familia, en un
determinado país, en una situación histórica concreta. Nadie ha escogido las
circunstancias de su nacimiento, como tampoco escogió el color del cabello ni
el de los ojos, ni el de la piel, ni su grado del coeficiente intelectual, ni
la dotación genética que le ha sido concedida. La vida se nos da, como un
regalo, como un don magnífico y misterioso.
Cuando uno se encuentra con todos esos materiales para edificar la vida
lo primero que tiene que descubrir es qué hacer con ellos. La tarea primordial
del hombre es descubrir el sentido de su vida. Cuando nos vemos, como dicen
algunos filósofos de la existencia, «arrojados» a esta vida, la primera
pregunta que nos planteamos es la del porqué, el porqué de la vida. ¿Tiene
algún sentido la vida? ¿Hacia dónde camino? ¿Quién me ha dado todos estos
dones? ¿Qué quiere que haga con ellos? San Agustín expresa en modo magnífico su
búsqueda por el sentido de su propia vida cuando en su libro Las Confesiones
reconoce que se había convertido para sí mismo en una gran pregunta: Factus
eram ipsi mihi magna quaestio (l. 4, 4, 9). Es la pregunta por
la identidad y por el fin. Si no conocemos el fin, con dificultad podremos
llegar a él.
Pero si es relativamente fácil descubrir los fines inmediatos de nuestro
actuar, no lo es tanto hallar el fin último de nuestra existencia. Si una
mañana fuéramos a la Quinta Avenida de Nueva York a preguntar a la gente cuál
es su fin inmediato, todos, al menos los que estuvieran en su sano juicio,
sabrían respondernos. Algunos irían a invertir en la Bolsa, otros al trabajo en una oficina. Otros simplemente de compras, a
la iglesia de San
Patricio, a pasear en el Central Park o a visitar
el Museo Metropolitano. Todos sabrían decir cuál es el fin inmediato de su
actuar. Pero, si en lugar de preguntarles por el fin próximo, les hiciéramos,
así a boca jarro, esta otra pregunta: ¿Por qué vive usted?, o ¿cuál es el
sentido de su vida?, quizás no todos tendrían la respuesta a mano. Es posible
que algunos nos dirían que su familia, su trabajo, ganar dinero, ser feliz,
pero otros se encogerían de hombros y seguirían su camino, mirándonos como a
seres raros. Muchas personas llegan al fin de su existencia sin haber realizado
la primera y fundamental tarea que es descubrir el sentido de la misma. De
muchos se podría escribir este epitafio: “Aquí yace alguien que nunca supo por
qué vivió”.
¿No parece ilógico vivir sin saber por qué? ¿Luchar, afanarse,
levantarse día tras día para volverse a acostar por la noche sin haber
descubierto cuál es el fin de tan frenética carrera, sin saber siquiera si
todos esos esfuerzos valen la pena? ¿Por qué tantos afanes, tantos sacrificios,
por qué soportar tantas contrariedades si se desconoce el porqué de todo ello? No es tiempo perdido el que se dedica a reflexionar sobre el sentido de
la vida, porque si la vida careciera de él, si fuera sólo una infausta casualidad,
un error de la evolución, o simplemente el juego de unos dioses aburridos que
se divierten con las penalidades de los hombres, entonces serían inútiles todos
nuestros esfuerzos de edificación y de construcción. Entonces, no importaría
que los vientos se abatieran contra la casa y la derrumbaran.
Pero si la vida tiene un sentido, si tiene una dirección, si tiene una
razón de ser, una inteligibilidad, entonces es propio del hombre sabio y
prudente dedicarse a descubrirlo, pues la respuesta a este porqué determinará
el cómo y el para qué.
CN
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