Nos duele
escuchar que un tribunal ha condenado a muerte a un ser humano. Nos impresiona
el saber que una persona, aunque haya sido un criminal, va a ser ejecutada.
En España y en
otros lugares del planeta ha llegado el momento en el que algunos embriones
humanos son condenados a muerte. Diversos laboratorios gozan de permiso legal
para descongelar a algunos embriones “sobrantes”. Luego, según el “uso” que se
les quiera dar, serán cultivados un tiempo en probeta. Cuando tengan el tamaño
que permita “utilizar” con provecho sus células estaminales, serán ejecutados,
serán despedazados.
La ciencia y
la medicina, dicen, avanzarán mucho gracias a estos experimentos. Algunos
llegan a pensar que en pocos años podrán ser curadas graves enfermedades
degenerativas. Otros han dado las gracias a los padres “donadores” de embriones
por su generosidad, por contribuir así al bien de la humanidad, al progreso
científico.
El que guarda
silencio y no puede defenderse, el más inocente en toda esta historia, muere.
Cada uno de los embriones que será utilizado por laboratorios de alto nivel
científico dejará de existir, terminará su vida porque otros así lo han
decidido.
Su existencia,
hasta ahora, había estado rodeada de injusticias. Primero, por haber sido
concebido fuera de su lugar natural, fuera del seno materno. Segundo, por haber
sido concebido como “sobrante”, como alguien que valía “por si acaso”, como
material de emergencia. Tercero, porque fue congelado, a unas temperaturas
sumamente bajas y peligrosas para su supervivencia, dejado a merced de lo que
otros (sus padres, los científicos) decidiesen sobre su futuro. Ahora se añade
una última injusticia. Una injusticia que se comete entre aplausos, como si se
tratase de un éxito: su destrucción.
No faltarán
voces que aprovechen estos momentos trágicos para criticar a los defensores de
estos embriones. Dirán que son enemigos de la ciencia, del progreso, de la
civilización. Dirán que gracias a esos embriones la esperanza llegará a miles,
millones de enfermos. Despreciarán a la Iglesia y a otros grupos de ideas y
religiones diversas porque afirman que todo embrión merece respeto simplemente
por ser lo que es: un ser humano.
Hemos llegado
muy lejos, en medio de un sopor y una indiferencia que hiela la sangre. No
podemos hablar de civilización allí donde se ve como normal la eliminación de
los hijos, de los más pequeños de entre nuestros hermanos.
Alguno dirá
que para qué tanto escándalo, si ya el aborto es una práctica aceptada por
muchos, si el embrión es tan pequeño y no sufre nada, si no quedaba ninguna
esperanza para su vida. Como si la constatación de viejas injusticias fuese el
motivo para permitir el inicio de otras nuevas. Como si el estar desahuciado
fuese como un certificado para abandonar o destruir a un ser humano. Como si no
hubiese salidas para los embriones congelados, cuando sabemos que algunos de
ellos podrían ser salvados a través del recurso a la adopción.
España y otros
países del mundo han dado un paso adelante en su marcha hacia la cultura de la
muerte, hacia el desprecio de la vida de unos para favorecer la vida de otros
más privilegiados. Es un momento triste para la humanidad. Es un momento en el
que no basta con las lágrimas. Llega la hora de gestos heroicos, de voluntades
firmes, para hacer algo por defender vidas inocentes, para salvar a la ciencia
con una dosis de ética. Sobre todo, con una dosis de amor, que es el origen de
la vida. FP
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