No
es fácil la alegría. Los momentos de auténtica felicidad parecen pequeños
paréntesis en medio de una existencia de donde brotan constantemente el dolor,
la inquietud y la insatisfacción.
El
misterio de la verdadera alegría es algo extraño para muchos hombres y mujeres.
Todavía quizás saben reír a carcajadas, pero han olvidado lo que es una sonrisa
gozosa, nacida de lo más hondo del ser. Tienen casi todo, pero nada les
satisface de verdad. Están rodeados de objetos valiosos y prácticos, pero
apenas saben nada de amor y amistad. Corren por la vida absorbidos por mil
tareas y ocupaciones, pero han olvidado que estamos hechos para la alegría.
Por
eso, algo se despierta en nosotros cuando escuchamos las palabras de Jesús: «Os
he hablado para que participéis en mi gozo, y vuestro gozo sea completo».
Nuestra alegría es frágil, pequeña, y está siempre amenazada. Pero algo grande
se nos promete. Poder compartir la alegría misma de Jesús. Su alegría puede ser
la nuestra.
El
pensamiento de Jesús es claro. Si no hay amor, no hay vida. No hay comunicación
con él. No hay experiencia del Padre. Si falta el amor en nuestra vida, no
queda más que vacío y ausencia de Dios. Podemos hablar de Dios, imaginarlo,
pero no experimentarlo como fuente de gozo verdadero. Entonces el vacío se
llena de dioses falsos que toman el puesto del Padre, pero que no pueden hacer
brotar en nosotros el verdadero gozo que nuestro corazón anhela.
Quizás
los cristianos de hoy pensamos poco en la alegría de Jesús, y no hemos
aprendido a «disfrutar» de la vida, siguiendo sus pasos. Sus llamadas a buscar
la felicidad verdadera se han perdido en el vacío, tal vez porque los hombres
seguimos obstinados en pensar que el camino más seguro de encontrarla es el que
pasa por el poder, el dinero o el sexo.
La
alegría de Jesús es la de quien vive con una confianza limpia y condicional en
el Padre. La alegría del que sabe acoger la vida con agradecimiento. La alegría
del que ha descubierto que la existencia entera es gracia.
Pero
la vida se extingue tristemente en nosotros si la guardamos para nosotros
solos, sin acertar a regalarla. La alegría de Jesús no consiste en disfrutar
egoístamente de la vida. Es la alegría de quien da vida, y sabe crear las condiciones
necesarias para que crezca y se desarrolle de manera cada vez más digna y más
sana. He aquí una de las enseñanzas clave del Evangelio. Sólo es feliz quien
hace un mundo más feliz. Sólo conoce la alegría quien sabe regalarla. Sólo vive
quien hace vivir. JAP
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