La Ascensión del Señor, al final del tiempo de la Pascua, nos
llena de una profunda alegría, pues es el triunfo del amor y de la vida sobre
las tinieblas del error, la mentira y la muerte.
Cuentan que una catequista daba su lección en el interior del
templo parroquial y llegó al punto de decirle a los niños: Y Cristo resucitó de entre los
muertos al tercer día... y los niños, que hoy tienen explicaciones para todo
dijeron: Qué chiste, seguro que estuvo en estado de coma, y luego se levantó.
Sí, pero malamente se puede estar en estado de coma con el costado
abierto, y con el corazón destrozado por la lanzada cruel de un soldado, cuando
ya el Señor estaba muerto, respondió la catequista y continúo: Y Cristo subió al cielo... para
prepararnos un lugar... Tampoco eso tiene
chiste, dijeron los niños, pues Cristo es tan poderoso, que nomás tomó su
cohete y se pudo elevar sobre todo y sobre todos.
Qué difícil es expresar un hecho tan grandioso como la
Ascensión de Cristo a los cielos, pues está fuera del tiempo y del espacio. Por
eso San Lucas que nos narra ese hecho, lo hace con categorías humanas,
valiéndose de palabras que muy difícilmente podrían explicar lo inexplicable,
pero el mensaje queda, y queda para todas las generaciones.
Al respecto me platicaron que una monjita de convento, de las
que nunca salen, de las que hacen oración constante por los que no la hacemos,
tuvo necesidad de salir al médico, y estando en la sala de espera, con gran
expectación de su parte, y presa de una profunda emoción, frente a la
televisión, oyó que el cardenal correspondiente, anunció que ya había Papa
nuevo en la Iglesia, y a continuación pudo verlo cuando abrió sus brazos para
abrazar a toda la humanidad. Cuando regresó al convento, le contó a la
superiora la maravilla que había contemplado, y como en el convento no hay
televisión, llamó a todas las hermanas, para que la monjita les relatara lo
acontecido. Y cómo es el Papa nuevo, le
preguntaron. Ah, es la cosa más maravillosa del mundo, blanco, blanco como un
ángel, y con unos brazos largos que parecían sus alas para volar a
todos los rincones de la Iglesia.
La monjita no se equivocaba, pues así contemplaba ella a
Benedicto XVI como no se equivocaba San Lucas que nos habla de la Ascensión del
Señor a los cielos. Comienza describiendo el escenario, una montaña, como había
sido la promulgación de la Ley a Moisés, como había sido el sermón más
importante de Cristo, y como había sido su propia muerte. La montaña, y parece
que de Galilea, porque ahí había comenzado su predicación y ahí, mostraría que
ya Jerusalén ni dictaba las normas ni concedía la salvación, que era desde
ahora propia de Cristo Jesús el Hijo de Dios. Les da sus instrucciones, y
lentamente se va apartando de su vista hasta que desaparece totalmente. Este
hecho lleva aparejadas muchas consecuencias, pues en primer lugar Cristo sube
al cielo como cabeza de la humanidad, y todos los que somos su familia, nos
alegramos porque uno de nuestros miembros el más importante, ya resucitó, ya
subió a los cielos y ya se encuentra sentado a la derecha de Dios Padre. Es el
triunfo de toda la humanidad. Es el triunfo del Padre, porque acepta el
ofrecimiento de su Hijo en lo alto de la Cruz y por eso puede coronarlo y hacerlo
Señor del Universo.
Pero es también triunfo de Cristo, pues sin pecado propio,
entregando su propia vida, nos muestra el camino hacia la casa del Padre
Celestial, aunque Tomás se pasara de ingenio al pretender que no sabía el
camino correcto.
Pero hay otro detalle más. Cuando Cristo desaparece de su
vista, unos ángeles se plantan ante los Apóstoles que no caben en sí de
asombro, y les preguntan: ¿Qué hacen ahí parados mirando al cielo? Ya no es hora de
contemplaciones, es la hora de la Iglesia mientras vuelve su Señor. Es entonces
la hora de la Evangelización, es la hora de
bautizar a todos los hombres, pero es la hora en que habrá que hacer que cada
uno de ellos proceda en toda su vida conforme a lo que Jesús hizo y enseñó. Es
la hora del compromiso, es la hora de acercarnos a los pobres, y los más pobres
son los que aún ahora, después de veinte siglos, aún no son iluminados por el
Evangelio. Y en ese sentido entramos todos, chicos y grandes, hombres y
mujeres, religiosos y seglares, sacerdotes y fieles, todos en la gran campaña
de evangelización.
Es pues el día de la alegría, del regocijo y de la paz, sin
olvidarnos que el próximo domingo concluimos con la fiesta de Pentecostés que
hace que el Espíritu Santo esté más activo cada día, impulsando la misma obra
de evangelización, hasta que todos los hombres reconozcan que Jesucristo es el
Señor y toda rodilla se doble a su nombre. ARM
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