Una de las víctimas de estas persecuciones fue el santo que hoy recordamos, Máximo de Jerusalén. Nos cuenta el historiador Sozómeno (Historia, I,10) que en la persecución de Maximino Daia sufrió trabajo en las minas, y que se le quitaron el ojo derecho y el pie izquierdo. No sabemos el año concreto de estos hechos, que pudieron haber ocurrido entre el 306, inicio de esta serie de persecuciones, y el 312, fin de Maximino Daia.
Sin embargo Máximo, como algunos otros (Sozómeno menciona junto a Máximo a Pafnuncio de Egipto), sobrevivió al maltrato. Aquellos que seguían viviendo tras estas persecuciones eran considerados por la comunidad cristiana casi como “mártires vivos”, venerados como confesores de la fe.
Máximo fue acogido por Macario de Jerusalén y ordenado obispo (a pesar de las mutilaciones, que no contaron en contra de la ordenación precisamente por ser fruto de la confesión de fe), y a la muerte de este, hacia el 337, le sucedió en el gobierno de la sede hasta que murió, en torno al 350.
Cuenta Sozómeno que Macario lo había ordenado obispo para la iglesia de Dióscoro, sufragánea de Jerusalén, pero dado el prestigio de Máximo como confesor, los jerosolimitanos no querían desprenderse de él, ni Macario hizo nada por enviarlo a su sede; así que a la muerte de éste pareció lo más natural que Máximo continuara allí, y se nombrara otro obispo para la de Dióscoro.
Sozómeno narra también (libro II, 24) que en el contexto del Concilio de Nicea un confesor jerosolimitano adoptó posiciones arrianas, pero fue reconvenido por Pafnuncio, y volvió a la plena ortodoxia. Según se piensa, ese confesor es precisamente san Máximo, quien luego no sólo demostró seguir la recta fe, sino que fue uno de los esforzados defensores de san Atanasio, al punto de que en el 349 fue expulsado por los arrianos de su sede, tras lo cual murió.
Fuera de esto no tenemos más noticias sobre este santo, ya que los autores posteriores se limitan a repetir, con pocas variantes, los datos consignados por Sozómeno.
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