Es una idea que nos viene desde Sócrates y Platón, para quienes conocer lo que uno no conoce es realmente importante para superar la ignorancia y avanzar hacia nuevos conocimientos.
El problema radica cuando las personas no saben lo que no saben, y entonces creen saber lo que en realidad está fuera de sus conocimientos.
En esa situación, no es posible abrirse a nuevos conocimientos, pues solo podemos aprender algo si antes descubrimos el propio estado de ignorancia o error para luego superarlo con un mejor acercamiento a la verdad.
En cambio, resulta más fácil reconocer las propias ignorancias cuando relativizamos ciertas informaciones inseguras, cuando desconfiamos de conclusiones apresuradas, cuando incluso lo que nos parece ahora claro desvela aspectos de debilidad.
Un científico, por ejemplo, que ha descubierto la presencia de un gen en muchas personas que tienen una determinada enfermedad, puede suponer que tal gen influya en el producirse de la enfermedad, pero sabrá ser cauto si llega a reconocer que todavía le faltan elementos para llegar a conclusiones realmente irrefutables.
Lo que vale para el científico, vale para muchos otros ámbitos, por ejemplo cuando llegan noticias (chismes, rumores) sobre comportamientos concretos de familiares o amigos. Una actitud prudente nos permitirá sopesar esos rumores en la enorme oscuridad que los rodea y evitará que lleguemos a conclusiones sin fundamento.
Por eso, entre los saberes más importantes de todos los tiempos, también del nuestro, hay uno que nos permite reconocer nuestro propio no saber y que conserva un valor sorprendente.
Porque el saber sobre el no saber permite evitar presunciones de conocimientos que no tienen garantías de verdad, y porque abre espacios para reconocer pistas y ayudas que nos acerquen un poco más a conocimientos mejor fundados y más válidos. FP
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