En efecto, la principal corriente religiosa de la cristiandad admitía con naturalidad el culto de las imágenes, quizás sin hacer grandes reflexiones teológicas, sino viviendo la encarnación del Verbo como un hecho que afecta también al modo de darle culto: en la encarnación se restaura también el valor de todo lo humano como camino hacia Dios.
No debe sin embargo dejar de señalarse que en ese culto de las imágenes había también mucho abuso y desviación. Hoy tenemos teológicamente en claro (precisamente como resultado de la contienda iconoclasta) la diferencia entre la doración (latreia) debida sólo a Dios, y la veneración (douleia e hyperdouleia) debidas a las imágenes, a los objetos santos, a los propios santos, y a la Madre de Dios. Pero todo esto es fruto de distinciones que fue necesario hacer, para a la vez oponerse a la radical supresión de las imágenes que pretendía el Imperio, así como corregir los abusos del propio culto, muchas veces excesivo, ‘latreútico’, a las imágenes y objetos santos.
Muchos obispos eran partidarios de la política iconoclasta; la principal oposición en Oriente a la postura del Emperador vino de parte de los monjes, quienes de alguna manera hacían el puente entre la fe formada y la fe sencilla del pueblo. Ellos comprendían el culto de las imágenes no como un punto teórico a discutir, sino como un verdadero camino de expresión de la fe, en medio de una población mayoritariamente ágrafa.
Muchos por esta causa fueron exiliados, excomulgados, o muertos martirialmente. Entre ellos se encuentran los santos monjes confesores que conmemoramos hoy, Basilio y Procopio Decapolita, quienes por oponerse a la iconoclasia imperial, fueron encerrados en prisión hacia el año 735, y de ella sólo fueron liberados por la muerte del Emperador, en el 741, año en que también ellos murieron. San Procopio es celebrado en todos los martirologios el 27 de febrero, mientras que el Menologio griego inscribe a san Basilio el mismo día, y otras fuentes lo hacen un día más tarde, el 28.
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