Texto del Evangelio (Mt 17,1-9): En aquel tiempo, Jesús toma consigo a Pedro, a
Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se
transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus
vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y
Elías que conversaban con Él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: «Señor,
bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra
para Moisés y otra para Elías».
Todavía estaba
hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía
una voz que decía: «Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle».
Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús,
acercándose a ellos, los tocó y dijo: «Levantaos, no tengáis miedo». Ellos
alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo. Y cuando bajaban
del monte, Jesús les ordenó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo
del hombre haya resucitado de entre los muertos».
«Se transfiguró delante
de ellos»
Comentario: Rev. D. Jaume GONZÁLEZ i
Padrós (Barcelona, España)
Hoy, camino hacia la Semana
Santa, la liturgia de la Palabra nos muestra la Transfiguración de Jesucristo.
Aunque en nuestro calendario hay un día litúrgico festivo reservado para este
acontecimiento (el 6 de agosto), ahora se nos invita a contemplar la misma
escena en su íntima relación con los sucesos de la Pasión, Muerte y
Resurrección del Señor. En efecto, se acercaba la Pasión para Jesús y seis días
antes de subir al Tabor lo anunció con toda claridad: les había dicho que «Él
debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos
sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día» (Mt 16,21).
Pero los discípulos no estaban
preparados para ver sufrir a su Señor. Él, que siempre se había mostrado
compasivo con los desvalidos, que había devuelto la blancura a la piel dañada
por la lepra, que había iluminado los ojos de tantos ciegos, y que había hecho
mover miembros lisiados, ahora no podía ser que su cuerpo se desfigurara a
causa de los golpes y de las flagelaciones. Y, con todo, Él afirma sin rebajas:
«Debía sufrir mucho». ¡Incomprensible! ¡Imposible!
A pesar de todas las
incomprensiones, sin embargo, Jesús sabe para qué ha venido a este mundo. Sabe
que ha de asumir toda la flaqueza y el dolor que abruma a la humanidad, para
poderla divinizar y, así, rescatarla del círculo vicioso del pecado y de la
muerte, de tal manera que ésta —la muerte— vencida, ya no tenga esclavizados a
los hombres, creados a imagen y semejanza de Dios.
Por esto, la Transfiguración es
un espléndido icono de nuestra redención, donde la carne del Señor es mostrada
en el estallido de la resurrección. Así, si con el anuncio de la Pasión provocó
angustia en los Apóstoles, con el fulgor de su divinidad los confirma en la
esperanza y les anticipa el gozo pascual, aunque, ni Pedro, ni Santiago, ni
Juan sepan exactamente qué significa esto de… resucitar de entre los muertos (cf. Mt 17,9), ¡Ya lo sabrán!
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