Desde siempre la humanidad no ha cesado de soñar con una
fraternidad universal que haría de cada uno el hermano del prójimo.
Ese es el ideal que avizoraba ya el pueblo del Antiguo
Testamento a través de su búsqueda de comunidades fraternas fundadas en la
raza, la sangre, la religión.
Su puesta en práctica tropieza con la dureza de los corazones
humanos: Caín, celoso de su hermano, lo mata. Sin embargo, las tradiciones
patriarcales nos traen bellos ejemplos y gestos: Abrahám y Lot escapan de las
discordias, Jacob se reconcilia con Esaú, José perdona a sus hermanos.
Este sueño se convierte en realidad en Cristo cuando se hace
hombre. Esto es lo que revela la Biblia y más particularmente el Nuevo
Testamento: Jesús el primer nacido de entre una multitud de hermanos.
Si los primeros cristianos se llaman ‘hermanos’, no es porque
hayan obtenido grandes éxitos o se hayan entendido a la perfección, sino
porque, reconciliados en la fe de Cristo, y comulgando con su Cuerpo,
encuentran en El, el fundamento y la fuente de su fraternidad.
Su realización terrestre en la Iglesia, por imperfecta que
parezca, es signo tangible de su cumplimiento final.
El Apóstol Juan hace del amor fraterno el signo indispensable
del amor de Dios.
Todavía hoy, los cristianos se juntan alrededor de un
proyecto de vida, llevan una vida fraterna, hecha de respeto en la diferencia,
de amor nacido del perdón diario, de aceptación de las debilidades de cada uno.
La oración, la palabra de Dios, la Eucaristía son el alimento
espiritual necesario para la profundización y el crecimiento de la fraternidad.
Juntamente, en Iglesia, los cristianos forman la fraternidad
humana en marcha hacia el Hombre Nuevo soñado desde sus orígenes.
Vivir en comunidad como los hacen los religiosos (sas),
monjes y monjas y también ciertos laicos implica un compromiso personal
alrededor de un proyecto de vida que especifica en nombre de quién, para quién
y por quién se vive juntos.
La vida fraterna diaria no es siempre fácil de vivir, (los
miembros de la comunidad no son elegidos).
Ella exige un esfuerzo permanente de ser egoístas para vivir
una verdadera fraternidad.
Esta vida fraterna, testimonio colectivo de vida
evangélica, es posible solamente cuando la sostiene la oración comunitaria y
personal. FS
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