El patriarca sometió a su discípulo a un noviciado que habría asustado a otro menos decidido. Primeramente le mandó permanecer orando, fuera de la celda, hasta nueva orden; san Pablo obedeció fielmente, a pesar del ardiente sol y del ayuno. Después le permitió entrar en la cueva a tejer esteras, tal como él lo hacía; así lo hizo el anciano, sin dejar de orar. Cuando ya había fabricado quince esteras, san Antonio le dijo que estaban mal hechas y le ordenó deshacerlas y recomenzar la tarea. San Pablo obedeció sin murmurar. Cuando terminó de tejer las esteras por segunda vez y en ayunas, san Antonio le sometió a otra prueba: Como el pan estaba muy duro y seco, le mandó que pusiera seis onzas en remojo pero, en vez de comer en seguida, san Antonio se sentó junto al anciano, sin tocar el pan, y ambos se pusieron a cantar salmos hasta el atardecer, que era la hora de comer. Después de la comida acostumbraban orar algunas horas, tomaban un corto descanso y se levantaban de nuevo a orar hasta el amanecer. A la caída del sol, cada uno tomaba una rebanada de pan y Antonio preguntaba a su discípulo:
-¿Quieres otra rebanada?
-Sí, -respondía éste-, si tú también la tomas.
-Con una tengo bastante -replicaba Antonio-; yo soy monje.
-Entonces -respondía el anciano-, a mí también me basta con una, pues yo quiero ser monje.
La escena se repetía a diario, aunque a veces la prueba cambiaba de forma. Por ejemplo, san Pablo recibía la orden de ir a traer agua y verterla en un agujero, o bien tejer canastas de juncos para destejerlas después, o coser y descoser sus vestidos; pero, por absurdos que fuesen los mandatos de san Antonio, san Pablo obedecía pronto y alegremente. En cierta ocasión, san Antonio vació un tarro de miel en el suelo y mandó a san Pablo que la recogiese sin un ápice de polvo. En otra ocasión, con algunos huéspedes en la ermita, san Pablo interrumpió la conversación para preguntar si los profetas habían precedido a Jesucristo o Éste a los profetas. San Antonio, un tanto avergonzado por la ignorancia de su discípulo, le mandó ásperamente que guardara silencio y saliese de la ermita. Pablo obedeció al punto y no volvió a abrir la boca, hasta que algunos monjes comunicaron el hecho a san Antonio, quien había olvidado ya el incidente. Comprendiendo que el silencio de Pablo era una muestra de perfecta obediencia, exclamó: «Este monjecito nos deja atrás a todos, pues obedece sin chistar a la menor indicación de la voluntad de un hombre, en tanto que nosotros cerramos con frecuencia los oídos a las palabras que vienen del cielo».
Cuando San Antonio juzgó que había probado suficientemente a San Pablo, le destinó una celda a unos cinco kilómetros de distancia de la suya e iba a visitarle con frecuencia. Pronto descubrió que san Pablo poseía singulares dones espirituales y un poder de curar y exorcizar más grande que el suyo. Así, cuando san Antonio no podía sanar a un enfermo, lo enviaba a san Pablo, quien le curaba infaliblemente. Otro de sus dones era el de leer en los corazones; al ver a un hombre en la iglesia, con sólo mirar su rostro, podía decir si sus intenciones eran buenas o malas. Guiado por esos signos de la divina predilección, san Antonio llegó a estimar a su anciano discípulo más que a ningún otro y, frecuentemente le ponía por modelo.
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