martes, 21 de marzo de 2023

Silencio…

¡Silencio! Esta es una de las palabras que más hemos escuchado en nuestras vidas. Se la hemos oído a nuestros padres, a nuestros hermanos, a nuestros profesores, amigos, compañeros, bibliotecarios, policías, y aquí nos detenemos para no hacer innumerable la lista.
Sin embargo, es una de las palabras que menos comprendemos. Porque el silencio no es sólo abstenerse de hablar, o de emitir ruidos, sino que es algo más profundo y transformante. 
La palabra silencio se ha ido desgastando con el tiempo. Ha perdido su significado más importante, quedándose sólo con las migajas. El silencio abarca concentración y reflexión. Esto conlleva atención, virtud que nos ayuda a apreciar las cosas en su justa medida. El aprecio, a su vez, es signo de madurez, y la madurez propone la verdadera felicidad. Y así, del silencio nace todo un cúmulo de virtudes que enriquecen nuestra persona. 
Es como el fuego que cuece las verduras dentro de una cacerola. Poco a poco saca el sabor de cada una de las virtudes que llevamos dentro y da buena sazón a nuestra personalidad. 
La palabra ‘silencio’ llega ahora a los oídos de las personas casi como un regaño. Sólo la utilizan quienes tienen algo malo que decirnos. De aquí nace esa aversión hacia él, que lo destruye y rebaja. Se lo considera como un requisito para entrar a algunos lugares, o como una especie de escudo ante las reprimendas o, lo que es peor, un refugio anti-problemas, cuando el silencio es el padre de las grandes obras. Es donde se gestan las grandes empresas, donde se da a luz los mejores escritos, donde crece el verdadero amor, como el de una madre que, sumida en una contemplación, mira a su hijo en la cuna quietecito, callado… 
El silencio constituye uno de los pilares de las grandes personalidades. Es el mejor medio para crecer como hombres y el peor para esconderse. Es madre de la contemplación y pedagogo para el encuentro con Dios, es decir, para la felicidad. DV

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