¡Silencio! Esta es una de las palabras que más hemos
escuchado en nuestras vidas. Se la hemos oído a nuestros padres, a nuestros
hermanos, a nuestros profesores, amigos, compañeros, bibliotecarios, policías,
y aquí nos detenemos para no hacer innumerable la lista.
Sin embargo, es una de las palabras que menos comprendemos.
Porque el silencio no es sólo abstenerse de hablar, o de emitir ruidos, sino
que es algo más profundo y transformante.
La palabra silencio se ha ido desgastando con el tiempo. Ha
perdido su significado más importante, quedándose sólo con las migajas. El
silencio abarca concentración y reflexión. Esto conlleva atención, virtud que
nos ayuda a apreciar las cosas en su justa medida. El aprecio, a su vez, es
signo de madurez, y la madurez propone la verdadera felicidad. Y así, del
silencio nace todo un cúmulo de virtudes que enriquecen nuestra persona.
Es como el fuego que cuece las verduras dentro de una
cacerola. Poco a poco saca el sabor de cada una de las virtudes que llevamos dentro
y da buena sazón a nuestra personalidad.
La palabra ‘silencio’ llega ahora a los oídos de las personas
casi como un regaño. Sólo la utilizan quienes tienen algo malo que decirnos. De
aquí nace esa aversión hacia él, que lo destruye y rebaja. Se lo considera como
un requisito para entrar a algunos lugares, o como una especie de escudo ante
las reprimendas o, lo que es peor, un refugio anti-problemas, cuando el
silencio es el padre de las grandes obras. Es donde se gestan las grandes
empresas, donde se da a luz los mejores escritos, donde crece el verdadero
amor, como el de una madre que, sumida en una contemplación, mira a su hijo en
la cuna quietecito, callado…
El silencio constituye uno de los pilares de las grandes
personalidades. Es el mejor medio para crecer como hombres y el peor para
esconderse. Es madre de la contemplación y pedagogo para el encuentro con Dios,
es decir, para la felicidad. DV
No hay comentarios.:
Publicar un comentario