La teoría de la evolución, según algunos, nos dice que
plantas y animales, jilgueros y tomates, Panchos y Lupitas, todos somos parte
de un proceso con un inicio muy lejano y un final incierto.
Para un grupo abundante de evolucionistas, no hay ninguna
causa (un Dios que ponga orden o cree las distintas formas de vida) ni ningún
fin (ningún programa o meta del camino que se recorre). Las casualidades se
entrecruzan de modo imprevisible. Hoy se mezclan varios átomos y dan lugar a
una molécula. Mañana varias moléculas se juntan y dan lugar a cadenas más
complicadas. Un día una cadena empieza a encerrarse sobre sí misma y, con el
paso del tiempo, se comporta como si fuese una célula sin núcleo. Y otro día,
se forma un núcleo con muchas más moléculas (el ácido desoxirribonucleico, para
los amigos ADN) y se reduplica poco a poco...
Desde luego, la duplicación es casual: no es que la célula
‘quiera’ conservarse, pero de hecho se conserva, y así va todo adelante hasta
que aparece en el planeta tierra Pancho que, por casualidad, le roba los
juguetes a su hermana pequeña...
Que todo ocurra por casualidad, como el sonido de la flauta
que tocó la burra, nos parece un poco extraño. Pero para el evolucionista
radical pensar en fines es pensar en inteligencia, y pensar en inteligencia es
pensar que existe el espíritu. Y, para él, el espíritu no tiene espacio en un
mundo que es material, solo material y nada más que material... O, mejor, el
espíritu no sería sino un complejo sistema material de comunicación de las
neuronas de un cerebro muy complicado y muy material, y nada más.
Pero no todos los científicos son evolucionistas radicales.
Hay muchos que admiten el que haya fines, proyectos, planes, en la naturaleza.
Cuando vemos algo tan sencillo como una flor, con un sistema de colores que
atrae a los insectos, con un sistema de protección para que no se destruya el
fruto, con un sistema de producción de polen que garantice al máximo el que
algún día nazca otra flor igual de hermosa, no podemos sino pensar en que
alguien ha proyectado esta flor.
Es cierto que los laboratorios quizá algún día produzcan
estructuras vivientes, pero eso será posible porque en esos laboratorios
trabajan científicos que tienen proyectos, fines, que piensan con inteligencia.
De lo contrario, ni habría laboratorios ni habría prensa que les dé publicidad
ni habría un mundo que admirase a los sabios de bata blanca...
Entonces, si admitimos la finalidad, ¿quién la hizo? ¿Quién
está detrás de los camellos, de los ojos de un gato, de la cola de un faisán,
de los cabellos de un niño y de la sonrisa de una anciana llena de canas y de
experiencia? Aparece, en el horizonte, Dios, y a algunos un personaje tan
grande y tan misterioso les parece incómodo. Prefieren dejarlo de lado, excluirlo
del universo, como si fuese un competidor molesto, una teoría que no sirve para
nada o un juez dispuesto siempre a castigar a los desobedientes.
Aquí las preguntas se podrían multiplicar hasta el infinito.
Sólo que conviene evitar dos extremos. Uno, creer que Dios es incompatible con
la ciencia. Si la ciencia es honesta, cualquier científico debe reconocer que
hay algo muy grande detrás y delante del mundo en el que vivimos.
Como nos recuerda el P. Loring, un jesuita famoso por sus
conferencias, “el Premio Nobel de Física Alfredo Kastler declaraba en agosto de
1968: La idea de que el mundo, el Universo material, se ha creado él mismo, me
parece absurda. Yo no concibo el mundo sino con un Creador, por consiguiente,
Dios. Para un físico, un solo átomo es tan complicado, supone tal inteligencia,
que un Universo materialista carece de sentido. Toda organización supone un
organizador. Si en la Naturaleza hay seres organizados, es inevitable reconocer
la existencia de una inteligencia organizadora”.
El otro extremo es pensar que la existencia de Dios elimina
la libertad del hombre. ¿No nos domina y nos subyuga ese Dios que lo puede
todo? Además, ¿cómo conciliar a Dios con las guerras, la muerte de los niños,
el hambre en tantas familias, las injusticias hacia los pobres y las lágrimas
de los ancianos? La respuesta es más difícil. A veces, incluso, parece que no
hay respuesta. El hecho de que Dios mismo, Jesucristo, se haya dejado
crucificar nos da a entender que la fuerza del mal es enorme, pero no es la última
palabra. La resurrección rompió con las cadenas del pecado, y el universo
recibió una luz que sólo ven los que la acogen con la fe de un niño.
Hay, pues, un final feliz previsto para este mundo misterioso
y magnífico. Los científicos buscan causas. Algunos, por desgracia, se olvidan
de la verdadera Causa y del Fin último. Mientras, como decía santo Tomás, puede
ser más profundo en su ciencia un anciano o anciana con su fe sencilla que la
ciencia de los sabios que buscan como a escondidas nuevas fórmulas para negar
lo que es evidente: que el mundo sin Dios no tiene sentido. Dios, desde su
trono, sonríe. Y el arco iris aparece, entre las nubes, para saludar al hombre
que lo busca en medio del milagro inmenso de la vida. FP
No hay comentarios.:
Publicar un comentario