Texto del Evangelio (Jn 12,44-50): En aquel tiempo, Jesús gritó y dijo: «El que cree
en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado; y el que me ve a mí, ve
a aquel que me ha enviado. Yo, la luz, he venido al mundo para que todo el que
crea en mí no siga en las tinieblas. Si alguno oye mis palabras y no las
guarda, yo no le juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para
salvar al mundo. El que me rechaza y no recibe mis palabras, ya tiene quien le
juzgue: la Palabra que yo he hablado, ésa le juzgará el último día; porque yo
no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado
lo que tengo que decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna. Por
eso, lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí».
«El que cree en mí, no
cree en mí, sino en aquel que me ha enviado»
Comentario: P. Julio César RAMOS González
SDB (Mendoza, Argentina)
Hoy, Jesús grita; grita como
quien dice palabras que deben ser escuchadas claramente por todos. Su grito
sintetiza su misión salvadora, pues ha venido para «salvar al mundo» (Jn 12,47), pero no por sí mismo sino en
nombre del «Padre que me ha enviado y me ha mandado lo que tengo que decir y
hablar» (Jn 12,49).
Todavía no hace un mes que
celebrábamos el Triduo Pascual: ¡cuán presente estuvo el Padre en la hora
extrema, la hora de la Cruz! Como ha escrito san Juan Pablo II, «Jesús,
abrumado por la previsión de la prueba que le espera, solo ante Dios, lo invoca
con su habitual y tierna expresión de confianza: ‘Abbá, Padre’». En las
siguientes horas, se hace patente el estrecho diálogo del Hijo con el Padre:
«Padre, perdónales porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34); «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).
La importancia de esta obra del
Padre y de su enviado, se merece la respuesta personal de quien escucha. Esta
respuesta es el creer, es decir, la fe (cf.
Jn 12,44); fe que nos da —por el mismo Jesús— la luz para no seguir en
tinieblas. Por el contrario, el que rechaza todos estos dones y
manifestaciones, y no guarda esas palabras «ya tiene quien le juzgue: la
Palabra» (Jn 12,48).
Aceptar a Jesús, entonces, es
creer, ver, escuchar al Padre, significa no estar en tinieblas, obedecer el
mandato de vida eterna. Bien nos viene la amonestación de san Juan de la Cruz:
«[El Padre] todo nos lo habló junto y de una vez por esta sola Palabra (...).
Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o
revelación, no sólo sería una necedad, sino que haría agravio a Dios, no
poniendo los ojos totalmente en Cristo, evitando querer otra alguna cosa o
novedad».
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