La fecha del
primero de mayo ha quedado íntimamente asociada al día internacional de los
trabajadores, en que se celebra cada año una jornada de lucha reivindicativa a
favor de la clase trabajadora, en conmemoración a los mártires anarquistas de
Chicago muertos en el año 1886. La intención de cristianizar esta celebración,
como había sucedido en tantas otras ocasiones a lo largo de la historia del
cristianismo, fue lo que llevó a Pio XII, en el año 1955, a instituir la
festividad de S. José Obrero, que habría de celebrarse en este mismo día del
calendario. Con ello se intentaba celebrar la fiesta del trabajo, pero dentro
de un contexto más amplio y por supuesto con las connotaciones cristianas
correspondientes. Los deseos del Papa eran convertir el día del trabajo en
una festividad cristiana, bajo el patronazgo de ese trabajador ejemplar y
universal que fue el carpintero de Nazaret ¿Quién mejor que él podía
personificar las esencia y aspiraciones del mundo laboral? Por muchas razones,
bautizar esta celebración era visto como una necesidad y además urgente. Frente
a las fuerzas marxistas arrolladoras del momento, era preciso demostrar al
mundo que la Iglesia no estaba de parte del capitalismo, como interesadamente
algunos pretendían hacer creer, sino que ella tenía por modelo a una humilde
familia de Nazaret, que se ganaba el sustento diario con el sudor de su frente.
De ninguna manera podía permanecer indiferente ante los graves problemas que
venía padeciendo el mundo laboral. Aunque solo hubiera sido por esto quedaba ya
justificada la introducción en el calendario la festividad de S. José Obrero,
pero es que había mucho más.
Por supuesto
que era obligado tener en cuenta las aspiraciones reivindicativas del mundo
obrero y trabajar infatigablemente a favor de conseguir mejoras laborales de
todo tipo, pero desde la perspectiva cristiana esto era insuficiente, se
necesitaba colocar al humilde obrero de Nazaret en el centro de operaciones de
todo este entramado y tomarlo como modelo a imitar. En general y salvando las
distancias, la situaciones por las que tuvo que pasar el carpintero de Nazaret
no fueron muy distintas a las de un trabajador cualquiera de nuestros días.
Seguramente su trabajo no fue remunerado como merecía, seguramente tuvo que
soportar jornadas agotadoras de sol a sol, sin duda su trabajo a veces como
sucede ahora sería precario, a veces se vería obligado a trabajar en
condiciones infrahumanas o incluso quedarse en el paro, sin tener ningún
tipo de seguros que cubriera sus necesidades más elementales, con dificultades
incluso para hacer frente a alguna desgracia imprevista y aun así, ahí tenemos
a este trabajador ejemplar sin perder la paz, a quien todo el mundo hubiera
querido que le realizara su encargo, dispuesto en todo momento a hacer la labor
a él encomendada con plena responsabilidad y a plena satisfacción.
El hecho de que
el pobre carpintero de Nazaret soportara pacientemente todas inclemencias
laborales, que le afectaron a lo largo de su vida, no quiere decir que nosotros
los cristianos, que le tenemos a él como ejemplo, nos crucemos de brazos ante
situaciones de flagrante injustica y no hagamos nada por remediar la situación.
Claro que tenemos que comprometernos con las reivindicaciones laborales justas
y hacerlo con ánimo redoblado, porque de no ser así no seríamos cristianos de
verdad. Naturalmente que debemos sentirnos obligados hasta dejarnos la piel por
conseguir que un salario cuando menos pueda garantizar una vida digna. La
defensa de unas condiciones laborales dignas, se hace imprescindible en la
función evangelizadora de la Iglesia de hoy. Es cuestión de pura coherencia.
Luchar por un trabajo y sueldo dignos es luchar por la dignidad de las personas
que está en el centro de todo cristianismo.
Después de
haber asistido al estrepitoso fracaso, tanto de las ideologías marxistas como
capitalistas, después de que los trabajadores han experimentado en su propia
carne el engaño de unos y la explotación de los otros, la celebración de la
festividad de S. José Obrero nos abre las puertas a la esperanza y nos permite
pensar que es posible un sistema laboral humanizado y justo, inspirado en la
dignidad de las personas, proveniente de su condición de hijos de Dios. “Ha
llegado la hora, nos dice Francisco, de construir juntos la Europa que no gire
en torno a la economía, sino a la sacralidad de la persona humana” (Discurso al
Parlamento Europeo, 25 de noviembre de 2014).
Con ser
importante la cuestión económica en el mundo laboral, que yo no lo discuto, la
cuestión trascendental es encontrar la forma de santificar nuestro trabajo como
lo hizo el artesano de Nazaret. Con sus santas y encallecidas manos bendecía
todo lo que tocaba, con las gotas que caían de su frente amasaba todos los días
María los panecillos que servían de sustento a la sagrada familia, con los
cansancios y las fatigas fue tejiendo José la gran obra del espíritu. Que sea
San José Obrero, quien convierta el trabajo en una fiesta cristiana. ¡Ningún
valedor e intercesor mejor podían tener los trabajadores del mundo, que éste
varón justo de Nazaret! AGS
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