El sufrimiento nos asusta. Tratamos de no pensar en él,
cuando se nos acerca demasiado buscamos huir, evadirnos. Pero tarde o temprano nos alcanza, y de la
manera como lo enfrentemos dependerá si nos acerca o nos aleja de Dios.
Para saberlo
aprovechar hemos de grabarnos en el ‘disco duro’ de la memoria estas tres
cosas:
Jesús nos ama
Tal vez alguien
pregunte: ‘¿si me ama por qué
permite que me enferme o se enferme este ser querido?’, ‘¿si me ama
por qué dejó que se me muriera esa persona amada?’
A lo que cabe
responder con una comparación. Un bebé enfermo se pregunta cómo es posible que
si su papá lo ama, deje que el doctor le clave esa enorme jeringa que lo
lastima. Es demasiado pequeño para
que su papá le explique que esa jeringa contiene medicina que lo sanará. Sólo
puede abrazarlo mientras lo inyectan y hacerle sentir su amor. Así sucede con Jesús. No podemos
cuestionar por qué permite algo, pues sus pensamientos están muy por encima de
los nuestros (ver Is 55, 8-9). Sólo
podemos tener presente que Dios es amor (1
Jn 4,8) y que “en todo interviene para bien” (Rom 8,28), así que
aunque de momento nos duela terriblemente que permita una enfermedad o la
muerte de un ser querido, hemos de confiar que tiene una buena
razón, que, como dice san Agustín, si permite un mal es porque de ahí sacará un
bien mayor.
Jesús nos salvó sufriendo
Jesús nos salvó
del pecado y de la muerte mediante Su Pasión, Muerte y Resurrección. Fue terriblemente torturado y luego
crucificado. Como dice el profeta Isaías, “Soportó el castigo que
nos trae la paz. Por Sus llagas hemos sido curados” (Is 53, 5). Su sufrimiento nos trajo la redención. También nosotros podemos darle un sentido
redentor a nuestro sufrimiento si lo unimos al de Jesús. Podemos
ofrecérselo por amor a Él, por lo que padeció por nosotros; como reparación por
nuestros pecados y los de otros; por nuestros seres queridos, por su
conversión. El sufrimiento así
ofrecido se vuelve no sólo redentor, sino asombrosamente llevadero.
Jesús nos enseñó cómo sufrir
En uno de los
últimos momentos de Su vida, en Getsemaní, el Divino Maestro nos dio una de sus
mayores lecciones: cómo sufrir. Reconoció que se sentía triste a morir, sudó
sangre, cayó por tierra, lloró, rogó que apartara de Él aquello que iba a
padecer, pero a la vez aceptó que
se cumpliera la voluntad de Su Padre y no la Suya.
Cuando nos toca
sufrir se vale que imploremos a Dios que no suceda aquello que nos aterra: ese
diagnóstico fatal, la muerte de ese ser querido, esa tragedia, esa terrible
dificultad, y podemos llorar y caer por tierra y gritar. Pero, y esto es lo más
importante, hemos de confiar que
si Dios permite aquello es por algo, y nos ayudará a superarlo, por
lo que lo que no debemos atorarnos en el terror o el llanto, sino amoldar
nuestra voluntad a Su voluntad. Descubriremos así que esto es lo único que nos
da verdadera paz. AS
No hay comentarios.:
Publicar un comentario