Contemplemos el
corazón de la Santísima Virgen -dolorido en la pasión, en las lamentaciones del
profeta Jeremías. El profeta está refiriéndose a la destrucción de Jerusalén,
pero en esta poesía, que es la lamentación, hay muchos textos que recogen el
dolor de una madre, el dolor de María. Como dice el profeta: “Un Dios
que rompe las vallas y entra en la ciudad”.
Podría ser
interesante el tomar este texto desde el capítulo II de las lamentaciones de
Jeremías, e ir viendo cómo se va desarrollando este dolor en el corazón de la
Santísima Virgen, porque puede surgir en nuestra alma una experiencia del dolor
de María, por lo que Dios ha hecho en Ella, por lo que Dios ha realizado en
Ella; pero puede darnos también una experiencia muy grande de cómo María
enfrenta con fe este dolor tan grande que Dios produce en su corazón.
Un dolor que a
Ella le viene al ver a su hijo en todo lo que había padecido; un dolor que le
viene al ver la ingratitud de los discípulos que habían abandonado a su hijo;
el dolor que tuvo que tener María al considerar la inocencia de su hijo; y
sobre todo, el dolor que tendría que provenirle a la Santísima Virgen de su
amor tan tierno por su hijo, herido por las humillaciones de los hombres.
María, el
Sábado Santo en la noche y domingo en la madrugada, es una mujer que acaba de
perder a su hijo. Todas las fibras de su ser están sacudidas por lo que ha
visto en los días culminantes de la pasión. Cómo impedirle a María el
sufrimiento y el llanto, si había pasado por una dramática experiencia llena de
dignidad y de decoro, pero con el corazón quebrantado.
María -no lo
olvidemos-, es madre; y en ella está presente la fuerza de la carne y de la
sangre y el efecto noble y humano de una madre por su hijo. Este dolor, junto
con el hecho de que María haya vivido todo lo que había vivido en la pasión de
su hijo, muestra su compromiso de participación total en el sacrificio redentor
de Cristo. María ha querido participar hasta el final en los sufrimientos de
Jesús; no rechazó la espada que había anunciado Simeón, y aceptó con Cristo el
designio misterioso de su Padre. Ella es la primera partícipe de todo
sacrificio. María queda como modelo perfecto de todos aquellos que aceptaron
asociarse sin reserva a la oblación redentora.
¿Qué pasaría
por la mente de nuestra Señora este sábado en la noche y domingo en la
madrugada? Todos los recuerdos se agolpan en la mente de María: Nazaret, Belén,
Egipto, Nazaret de nuevo, Canaán, Jerusalén. Quizá en su corazón revive la
muerte de José y la soledad del Hijo con la madre después de la muerte de su
esposo...; el día en que Cristo se marchó a la vida pública..., la soledad
durante los tres últimos años. Una soledad que, ahora, Sábado Santo, se hace
más negra y pesada. Son todas las cosas que Ella ha conservado en su corazón. Y
si conservaba en el corazón a su Hijo en el templo diciéndole: “¿Acaso
no debo estar en las cosas de mi Padre?”. ¡Qué habría en su corazón al
contemplar a su Hijo diciendo: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu, todo está consumado!”
¿Cómo estaría
el corazón de María cuando ve que los pocos discípulos que quedan lo bajan de
la cruz, lo envuelven en lienzos aromáticos, lo dejan en el sepulcro? Un
corazón que se ve bañado e iluminado en estos momentos por la única luz que
hay, que es la del Viernes Santo. Un corazón en el que el dolor y la fe se
funden. Veamos todo este dolor del alma, todo este mar de fondo que tenía que
haber necesariamente en Ella. Apenas hacía veinticuatro horas que había muerto
su hijo. ¡Qué no sentiría la Santísima Virgen!
Junto con esta reflexión, penetremos en el gozo de
María en la resurrección. Tratemos de ver a Cristo que entra en la habitación
donde está la Santísima Virgen. El cariño que habría en los ojos de nuestro Señor,
la alegría que habría en su alma, la ilusión de poderla decir a su madre: “Estoy
vivo”. El gozo de María podría ser el simple gozo de una madre que ve
de nuevo a su hijo después de una tremenda angustia; pero la relación entre
Cristo y María es mucho más sólida, porque es la relación del Redentor con la
primera redimida, que ve triunfador al que es el sentido de su existencia.
Cristo, que llega junto a María, llena su alma del
gozo que nace de ver cumplida la esperanza. ¡Cómo estaría el corazón de María
con la fe iluminada y con la presencia de Cristo en su alma! Si la encarnación,
siendo un grandísimo milagro, hizo que María entonase el Magníficat: “Mi
alegría qué grande es cuando ensalza mi alma al Señor. Cuánto se alegra mi alma
en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava, y desde
ahora me dirán dichosa todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho
obras grandes en mí, su nombre es Santo”. ¿Cuál sería el nuevo
Magníficat de María al encontrarse con su hijo? ¿Cuál sería el canto que
aparece por la alegría de ver que el Señor ha cumplido sus promesas, que sus
enemigos no han podido con Él?
Y por qué no repetir con María, junto a Jesús
resucitado, ese Magníficat con un nuevo sentido. Con el sentido ya no
simplemente de una esperanza, sino de una promesa cumplida, de una realidad
presente. Yo, que soy testigo de la escena, ¿qué debo experimentar?, ¿qué tiene
que haber en mí? Debe brotar en mí, por lo tanto, sentimientos de alegría.
Alegrarme con María, con una madre que se alegra porque su hijo ha vuelto. ¡Qué
corazón tan duro, tan insensible sería el que no se alegrase por esto!
Tratemos de imitar a María en su fe, en su
esperanza y en su amor. Fe, esperanza y amor que la sostienen en medio de la
prueba; fe, esperanza y amor que la hicieron llenarse de Dios. La Santísima
Virgen María debe ser para el cristiano el modelo más acabado de la nueva
criatura surgida del poder redentor de Cristo y el testimonio más elocuente de
la novedad de vida aportada al mundo por la resurrección de Cristo.
Tratemos de vivir en nuestra vida la verdadera
devoción hacia la Santísima Virgen, Madre amantísima de la Iglesia, que
consiste especialmente en la imitación de sus virtudes, sobre todo de su fe,
esperanza y caridad, de su obediencia, de su humildad y de su colaboración en
el plan de Cristo. CS
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