Para captar el
sentido, más allá del significado, hay que ampliar el horizonte vital, es
decir, los criterios de interpretación de la vida, las pautas de conducta, las
perspectivas desde las que podemos contemplar nuestra existencia y sus
avatares. Un torero se quedó paralítico por un accidente, y, al verse incapaz
de ejercer su carrera, se quitó la vida. No supo el infortunado ver su vida
futura desde una perspectiva distinta a la que había acariciado anteriormente.
No acertó a ensanchar su horizonte de creatividad, que no se limitaba al
ejercicio del arte del toreo, sino que pudo haber adoptado otras formas no
menos dignas y fértiles. De haberlo hecho, su vida no le hubiera parecido
absurda, indigna de ser vivida, sino desbordante de posibilidades de adquirir
sentido. Con un poco de imaginación creadora podía haber esbozado otras líneas
de acción, sobre la base de sus capacidades actuales, y dar lugar a multitud de
encuentros de diverso orden.
Cuando se sintió
abatido hasta la muerte por el drama de la sordera, Beethoven recomendó a su
hermano Carlos, en su testamento de Heiligenstadt, que no dejase de practicar
la virtud, pues gracias a ella -y al amor a su arte musical- había superado la
tentación de recurrir al suicidio. Por virtud entendía Beethoven la defensa de
la libertad de los demás, la entrega al servicio del necesitado (Fidelio), la fidelidad a las raíces últimas
del ser -que radican en ‘el Padre amoroso’ que rige el universo. En definitiva,
actitud virtuosa es la actitud solidaria en todas las vertientes de la vida.
Esta actitud
acogedora suscita la honda alegría que nos eleva a cimas inigualadas en el
último tiempo de la Novena Sinfonía. Según Bergson, la alegría “anuncia siempre
que la vida ha triunfado, que ha ganado terreno, que ha reportado una victoria;
toda gran alegría tiene un acento triunfal”. No hay triunfo mayor que el crear
formas elevadas de unidad, porque en ellas reside el sentido más hondo de la
vida.
El sentido se alumbra a través del riesgo
de la creatividad
La creación de
formas muy valiosas de unidad exige esfuerzo e implica riesgo, ya que para
encontrarnos debemos abrirnos a los demás de forma generosa, confiada y
sincera, y esta actitud puede no ser correspondida e incluso traicionada. De
ahí la tentación de buscar el amparo y la paz interiores en modos de vida
infrapersonales, infracreadores, infraresponsables, que no son capaces de
encuentro pero tampoco de lucha programada. Desde la Primera Guerra Mundial (1914-1918) se advierte en Europa un
sentimiento de nostalgia por los estratos de ser infrahumanos. Se añora la
soledad del árbol (Calígula, de A. Camus),
la ‘veracidad’ del animal y del vegetal (Franz
Marc), los tiempos primitivos en que el hombre ‘era principalmente bestia y
tenía instintos seguros’ como el animal (José
Ortega y Gasset); se siente temor ante la inteligencia y se busca la
necesaria unidad con el entorno a través de modos de intuición empastante (Hermann Hesse); se acusa al espíritu de
ser ‘contradictor del alma’ (Ludwig
Klages).
Estos intentos de
vivir la vida con plenitud pero sin riesgo llevan en sí la garantía del
fracaso, porque el ser humano está configurado para el encuentro con las
realidades del entorno, no para la fusión o el alejamiento. Si me fusiono
embriagadoramente, me pierdo como persona. Es la estación término del vértigo
de la ambición de disfrutar. Si me alejo para dominar, bloqueo mi desarrollo
personal. Es la última fase del vértigo de la ambición de poseer. En ambos
casos, mi situación de desamparo espiritual se hace extrema. Si bajamos al
nivel del animal, no logramos la peculiar forma de paz de quienes no necesitan
programar su existencia porque sus instintos aseguran su ajuste al entorno y su
pervivencia. El hombre no es un ser que tenga las características del animal y
otras específicas, de modo que, abandonadas éstas, adquiera la condición de un
mero ser de instintos y reflejos condicionados.
El hombre nunca
puede renunciar a su condición inteligente, aunque su actividad creadora se
halle bordeando el grado cero. Por el hecho de no ejercitar la capacidad de
elegir en virtud de un ideal y asumir valores elevados, el hombre no adquiere
‘instintos seguros’, instintos que aseguren su existencia. Sus instintos o
tendencias no están de por sí orientados hacia la meta que marca el pleno logro
del hombre. Se hallan indeterminados, de modo que pueden conducir al pleno
desarrollo de la persona o a su asfixia total.
En aparente
paradoja, la única vía que se ofrece al hombre para lograr amparo es
despreocuparse de dominar la situación, y adoptar una actitud de entrega
confiada. A través del riesgo que ello implica puede, en casos, lograr el
auténtico encuentro y, en él, la plenitud de sentido. Esta se alcanza
únicamente mediante la integración de todas las energías que alberga el ser
humano, no mediante la renuncia a las más elevadas y exigentes.
Cuando el hombre
supera la escisión interior e integra los distintos planos de realidad que
confluyen en su ser, vive una experiencia sobremanera gozosa: descubre
nítidamente las posibilidades eminentes que le abre la unidad y siente que su
vida adquiere una dimensión inédita, una profundidad insospechada. Este modo
profundo de ver y sentir la vida entraña una plenitud de sentido.
El logro de la forma suprema de sentido
Si una persona
amplía su horizonte humano en dirección al Infinito, confiere un rango nuevo y
superior al sentido de su vida. Esta experiencia excepcional de sentido la
realizamos cuando respondemos activamente a la palabra que nos trae un mensaje
de riqueza sobrehumana y fundamos una relación de encuentro con el Absoluto. El
que haya vivido esta experiencia al menos una vez en la vida verá su existencia
enriquecida con ese horizonte de sentido, que lo invitará constantemente a
superar toda realización precaria de sí mismo y llevar a pleno desarrollo su
vocación y su misión.
Ese horizonte
supremo viene dado por la fe religiosa, entendida radicalmente no sólo como un
frío asentimiento intelectual a ciertos dogmas, sino como la adhesión personal
al Ser Supremo. El encuentro con la forma de realidad absolutamente perfecta
eleva al hombre a lo mejor de sí mismo, al máximo despliegue de sus
aspiraciones más nobles, y le produce sentimientos de entusiasmo y felicidad
plena. Con razón afirma S. Kierkegaard, en su obra programática La enfermedad
mortal, que el antídoto de la desesperación es la fe. Ésta implica entrega,
vinculación, amor. Aquélla supone un encapsulamiento egoísta en sí mismo y la
ruptura de todo vínculo amoroso.
La fe, vinculada a
la confianza y la fidelidad, está en la base del proceso creador de encuentros
que suelo denominar ‘éxtasis’. La desesperación es la fase del proceso de
vértigo que precede a la destrucción de la propia personalidad.
Responder
activamente a toda invitación al encuentro -invitación que supone un gran valor
porque hace posible la realización del ideal de la unidad- es condición
ineludible para conferir sentido pleno a la vida, a la propia e incluso a la de
otras personas, que están llamadas a dejar de sernos extrañas y convertirse en
íntimas. Ese paso se da en la experiencia de participación. Al participar, el
hombre se trasciende a sí mismo y descubre que “lo más profundo que hay en mí
no procede de mí” (G. Marcel). El
hombre alcanza su sentido cabal (plenificación)
cuando orienta su vida en el sentido (dirección)
que marcan las condiciones de la actividad participativa. Aprender a
participar, en el pleno sentido de la palabra, es la meta de toda formación
humana auténtica.
Lo antedicho nos
permite concluir que al hombre no le viene dado de antemano el sentido de su
propia existencia como un objeto que pueda ser poseído y retenido. Se le dan
potencias y posibilidades para fundar relaciones de encuentro, que son otros
tantos campos de juego en los que puede desarrollar su vida personal. El
sentido constituye, así, para el hombre una meta y una tarea siempre renovada,
un reto que lo insta a trascender en cada momento los hitos ya alcanzados. ALQ
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