La trata de
personas es una de las formas más graves de violación de los derechos humanos y
de la dignidad humana. Se trata de un delito que afecta a millones de personas
en el mundo, especialmente a las más vulnerables y marginadas. La trata de
personas implica el reclutamiento, el transporte, el alojamiento o la recepción
de personas mediante el uso de la fuerza, el engaño, la coacción o el abuso de
poder, con el fin de explotarlas sexualmente, laboralmente o de cualquier otra
forma.
La trata de
personas es a menudo invisible. Los medios de comunicación, gracias también a
reporteros valientes, arrojan luz sobre las esclavitudes de nuestro tiempo,
pero la cultura de la indiferencia nos anestesia. Nos acostumbramos a ver las
noticias como algo lejano y ajeno, sin darnos cuenta de que detrás de cada
cifra, de cada imagen, de cada testimonio, hay una persona que sufre, que tiene
una historia, un nombre, una familia, unos sueños.
Ayudémonos recíprocamente
a reaccionar, a abrir nuestras vidas y nuestros corazones a tantas hermanas y
tantos hermanos que son tratados como esclavos. Nunca es demasiado tarde para
decidirse a hacerlo. Podemos empezar por informarnos, por sensibilizarnos, por
denunciar, por apoyar a las organizaciones que trabajan en la prevención, la
protección y la asistencia a las víctimas de la trata. Podemos también orar por
ellas, por su liberación, por su sanación, por su reintegración.
Es fundamental
tener la capacidad de escuchar a quien sufre. Hay que pensar en las víctimas de
los conflictos y de las guerras, en cuantos han sufrido los efectos del cambio
climático, en las multitudes de migrantes forzosos y en quienes son objeto de
explotación sexual o laboral, de forma particular, las mujeres y las niñas.
Escuchemos su llamada de auxilio, dejémonos interpelar por sus historias; y
juntos con las víctimas y con los jóvenes volvamos a soñar con un mundo en el
que las personas puedan vivir con libertad y dignidad.
Sepamos que es posible
combatir la trata, pero es necesario llegar a la raíz del fenómeno, erradicando
las causas. La trata de personas es el resultado de una economía que prioriza
el beneficio sobre la persona, de una cultura que cosifica y descarta a los más
débiles, de una sociedad que tolera y normaliza la violencia, la injusticia y
la desigualdad. La trata de personas es un síntoma de un mundo enfermo, que
necesita una profunda conversión ecológica, social y espiritual.
Es una llamada
a no quedarnos paralizados, a movilizar todos nuestros recursos en la lucha
contra la trata y por la restitución de la plena dignidad a quienes han sido
sus víctimas. Si cerramos nuestros ojos y oídos, si permanecemos inertes,
seremos cómplices. No podemos ser indiferentes ante el sufrimiento de nuestros
hermanos y hermanas. No podemos ser neutrales ante el mal que los oprime. No
podemos ser espectadores ante la injusticia que los explota.
Es una
invitación a ser parte de la solución, a ser agentes de cambio, a ser
constructores de paz, a ser sembradores de esperanza. Cada uno de nosotros
puede hacer algo, por pequeño que sea, para contribuir a la erradicación de la
trata de personas. Cada gesto de solidaridad, de compasión, de justicia, de
amor, cuenta. Cada acción, por mínima que sea, puede marcar la diferencia.
Es una
propuesta a vivir la fraternidad universal, a reconocer que todos somos hijos
de Dios, creados a su imagen y semejanza, llamados a vivir en comunión y
armonía. La trata de personas es una ofensa a Dios, que nos ama y nos quiere
libres y felices. La trata de personas es una herida en el cuerpo de Cristo,
que se identifica con los más pequeños y los más sufrientes. La trata de
personas es un desafío para la Iglesia, que está llamada a ser signo e
instrumento de la misericordia de Dios en el mundo. R
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