La
veracidad ha sido siempre una preocupación importante en la educación. Lo hemos
conocido desde niños. Nuestros padres y educadores podían «entender» todas
nuestras travesuras, pero nos pedían ser sinceros. Nos querían hacer ver que
«decir la verdad» es muy importante.
Tenían
razón. La verdad es uno de los pilares sobre los que se asienta la conciencia
moral y la convivencia. Sin verdad no es posible vivir con dignidad. Sin verdad
no es posible una convivencia justa. El ser humano se siente traicionado en una
de sus exigencias más hondas.
Hoy
se condena con fuerza toda clase de atropellos y abusos, pero no siempre se
denuncia con la misma energía la mentira con que se intenta enmascararlos. Y,
sin embargo, las injusticias se alimentan siempre a sí mismas con la mentira.
Solo falseando la realidad fue posible hace unos años llevar a cabo una guerra
tan injusta como fue la agresión a Iraq.
Sucede
muchas veces. Los grupos de poder ponen en marcha múltiples mecanismos para
dirigir la opinión pública y llevar a la sociedad hacia una determinada
posición. Pero con frecuencia lo hacen ocultando la verdad y desfigurando los
datos, de manera que la gente llegan a vivir con una visión falseada de la
realidad.
Las
consecuencias son graves. Cuando se oculta la verdad existe el riesgo de que
vayan desapareciendo los contornos del «bien» y del «mal». Ya no se puede
distinguir con claridad lo «justo» de lo «injusto». La mentira no deja ver los
abusos. Somos como «ciegos» que tratan de guiar a otros «ciegos».
Frente
a tantos falseamientos interesados siempre hay personas que tienen la mirada
limpia y ven la realidad tal como es. Son los que están atentos al sufrimiento
de los inocentes. Ellos ponen verdad en medio de tanta mentira. Ponen luz en
medio de tanta oscuridad. JAP
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