¿Es necesario creer en la Trinidad?, ¿se puede?,
¿sirve para algo?, ¿no es una construcción intelectual innecesaria?, ¿cambia en
algo nuestra fe si no creemos en el Dios trinitario? Hace dos siglos, el
célebre filósofo Immanuel Kant escribía estas palabras: «Desde el punto de
vista práctico, la doctrina de la Trinidad es perfectamente inútil».
Nada más lejos de la realidad. La fe en la
Trinidad cambia no solo nuestra visión de Dios, sino también nuestra manera de
entender la vida. Confesar la Trinidad de Dios es creer que Dios es un misterio
de comunión y de amor. No un ser cerrado e impenetrable, inmóvil e indiferente.
Su intimidad misteriosa es solo amor y comunicación. Consecuencia: en el fondo
último de la realidad, dando sentido y existencia a todo, no hay sino Amor.
Todo lo que existe viene del Amor.
El Padre es Amor originario, la fuente de todo
amor. Él empieza el amor. «Solo él empieza a amar sin motivos; es más, es él
quien desde siempre ha empezado a amar» (Eberhard
Jüngel). El Padre ama desde siempre y para siempre, sin ser obligado ni
motivado desde fuera. Es el «eterno Amante». Ama y seguirá amando siempre.
Nunca nos retirará su amor y fidelidad. De él solo brota amor. Consecuencia:
creados a su imagen, estamos hechos para amar. Solo amando acertamos en la
existencia.
El ser del Hijo consiste en recibir el amor del
Padre. Él es el «Amado eternamente», antes de la creación del mundo. El Hijo es
el Amor que acoge, la respuesta eterna al amor del Padre. El misterio de Dios
consiste, pues, en dar y también en recibir amor. En Dios, dejarse amar no es
menos que amar. ¡Recibir amor es también divino! Consecuencia: creados a imagen
de ese Dios, estamos hechos no solo para amar, sino para ser amados.
El Espíritu Santo es la comunión del Padre y del
Hijo. Él es el Amor eterno entre el Padre amante y el Hijo amado, el que revela
que el amor divino no es posesión celosa del Padre ni acaparamiento egoísta del
Hijo. El amor verdadero es siempre apertura, don, comunicación desbordante. Por
eso, el Amor de Dios no se queda en sí mismo, sino que se comunica y se
extiende hasta sus criaturas. «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Romanos 5,5). Consecuencia: creados a imagen de ese Dios, estamos
hechos para amarnos, sin acaparar y sin encerrarnos en amores ficticios y
egoístas. JAP
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