Las primeras palabras
El
diccionario de la Real Academia Española de la Lengua define la comunicación,
como: ‘la transmisión de señales mediante un código común al emisor y al
receptor’.
Asimismo,
define el lenguaje como: ‘manera de expresarse; conjunto de señales que dan a
entender algo’.
A
lo largo de una vida, comunicaciones, las hay, en tiempo y forma diferentes,
gestuales, emocionales, escritas, orales, primeras y últimas.
Quizá
sea lo primero que se le enseña a un niño tras nacer, la forma de comunicarse,
aunque éste, inicialmente, lo haga con un lenguaje muy particular: llorando,
riendo, durmiendo. Poco a poco el variopinto conjunto de señales utilizado por
el bebé dará paso al lenguaje de las palabras que, generalmente, hará más
fluida y menos intuitiva tal comunicación.
Bien,
pues partiendo de esta premisa comunicacional, que no da lugar a duda, y de
tales definiciones académicamente aceptadas, abogo por defender con fervor,
ahínco y pasión lo que fue la primera de nuestras comunicaciones, hoy
interesadamente desprestigiada por aquellos que pretenden fines sombríos.
Me
refiero a aquella que tuvo lugar entre nuestra madre y nosotros, en forma de
embrión, camino de lo que sería nuestra primera cuna materna: el útero.
El lenguaje
utilizado entonces fue bioquímico, pero en cualquier caso lenguaje: ‘señales
que dan a entender algo’, las cuales, probablemente transmitieran algo así:
“Querida
Mamá, hola, soy yo, tu hijo, prepárate que voy de camino y necesito tu mejor
disposición para que me acojas y protejas durante los próximos nueve meses,
prepara mi cuna uterina que voy, ¡no me falles!”.
La intención frente a la realidad
Y
es que el útero materno se prepara concienzudamente para tal hecho y quien,
inicialmente, le insta a ello es el embrión, el embrión preimplantado que lucha
por su supervivencia.
Y
digo que no son pocos los que hoy intentan desprestigiar esta comunicativa realidad
con el fin de obtener el ‘visado’ jurídico y social que abra las puertas a sus
intereses científicos.
Si
consiguieran convencer a la autoridad y a la sociedad de que no hay vida en los
primeros estadios embrionarios, –en esos días previos a la implantación, tanto
en embriones naturalmente fecundados como artificialmente obtenidos–, entonces,
podrían manipular, destruir o seleccionar, obteniendo un lucrativo beneficio.
De
ahí el obstinado empeño en querer ignorar esas primeras señales bioquímicas.
Pero
nunca, y digo nunca, una intención podrá eclipsar una realidad, porque nunca se
podrá ocultar el rastro biológico de tal comunicación.
Así
como nunca una madre debería poder olvidar cómo se desentendió del mensaje
esperanzado que su hijo le transmitió desde el momento de su concepción, es
decir desde el primer día de su vida; del mismo modo que nunca una madre
olvidará esas primeras palabras bioquímicas que durante toda la vida la harán
estremecer en recuerdo de aquella vida que escuchó, albergó, cobijó y cuidó
hasta el final: “Querida Mamá”. AVP
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