Al igual que
otros profetas, Jeremías es impulsado por Dios a denunciar a su pueblo, el
Israel de la alianza, el Israel elegido y llamado a ser el torrente por el que
todas las naciones serán bañadas con las bendiciones divinas, el Israel en cuyo
seno habrá de nacer el Mesías, fundamento y razón de ser de nuestra
inmortalidad (Jn 11,25–26).
Israel, “la
niña de los ojos de Dios” (Dt 32,10), se cansa de Él. Sus sentidos necesitan
ver, oír y tocar a su Dios, de la misma forma que los demás pueblos ven, oyen y
tocan a sus dioses. A esto hay que añadir que ya no son esclavos de nadie, han
prosperado, son ricos y fuertes, en fin, todo un conjunto de realidades que les
llevan a la conclusión de que pueden perfectamente prescindir de Dios. El
pueblo santo pasa así a una apostasía si no teórica, sí práctica.
Israel se
aparta, da la espalda a Dios, a pesar de lo cual sigue siendo la niña de sus
ojos. Por ello, porque “su ternura es inagotable” (Jr 31,20b), le envía
profetas para recordarle su prodigiosa historia de salvación que le haga tomar
conciencia de quién es, y que su desarrollo y prosperidad han sido posibles
gracias a su Dios, ése que, si bien no es visible a sus ojos, nunca ha dejado
de estar a su lado.
Jeremías, que
expresa como nadie la ternura y también la misericordia de Dios para con su
pueblo, y en él a todos y cada uno de los hombres, denuncia la apostasía de
Israel en términos tan claros como inequívocos; no hay asomo de ambigüedad en
su hablar, aunque, y bien que lo sabe, le causará todo tipo de rechazo e
incluso persecución.
Sin embargo,
junto con la denuncia, Dios pone en su boca promesas que vienen en ayuda de la
debilidad de estos hombres. Escuchemos una de ellas profetizada justamente
después de haber denunciado la apostasía práctica del pueblo santo: “Volved,
hijos apóstatas, dice el Señor, porque yo soy vuestro Señor. Os iré recogiendo
uno a uno de cada ciudad… Os pondré pastores según mi corazón que os den pasto
de conocimiento y sabiduría” (Jr 3,14–15).
No nos cuesta
ningún esfuerzo reconocer en Jesucristo al Buen Pastor por excelencia según el
corazón de Dios, anunciado por Jeremías. Él es quien escribirá la Palabra en el
corazón del hombre llenándolo del sabio conocimiento de Dios (Jr 31,33–34). Él
será quien dará a conocer a sus discípulos los misterios del Reino de los
Cielos, expresión bíblica que en realidad significa los Misterios de Dios: “A
vosotros se os ha dado a conocer el misterio del Reino de los Cielos” (Mt
13,11).
Siguiendo adelante en esta misma cita bíblica y en
el mismo contexto, Jesús hace mención de la palabra del Reino (Mt 13,19) en una
referencia inequívoca a la Palabra de Dios. Él es el Buen Pastor que, con su
palabra, introduce a los suyos en el Misterio de Dios, introducción que, como
nos dice Marcos, es llevada a cabo en la intimidad como quien confía un
secreto: “Y les anunciaba la Palabra con muchas parábolas como éstas, según
podían entenderle; no les hablaba sin parábolas; pero a sus propios discípulos
se lo explicaba todo en privado” (Mc 4,33–34).
Creo que no hemos tenido ninguna dificultad en
reconocer a Jesucristo como el Pastor según el corazón de Dios profetizado por
Jeremías. La cuestión es que el profeta nos habla de pastores en plural.
Pastores según el corazón de Dios que sientan el crujir de las telas de sus
entrañas ante las inmensas multitudes que vagan por el mundo entero, vejadas y
abatidas porque no tienen quien alimente sus almas (Mt 9,36).
El salto que se nos pide a los hombres para
pastorear así, según el corazón y la misericordia de Dios, es una quimera, una
utopía, se nos pide un imposible. Bueno, para eso está Dios y para eso se
encarnó, se hizo Emmanuel, para que fuésemos testigos de la viabilidad de
aquello que consideramos, con justo criterio, inviable, imposible. De hecho, un
hombre de fe es alguien que acumula muchos imposibles en su vida y que Dios ha
hecho posibles.
Una vez resucitado, Jesús, el que somete toda
utopía, se encuentra con los suyos, con sus discípulos. Nos deleitamos en uno
de esos encuentros, el que tuvo con Pedro después de la pesca milagrosa.
Conocemos las líneas maestras de la conversación que mantuvo con él: Pedro, ¿me
amas? –Señor, sabes que sí. – ¡Apacienta mis ovejas!– Así por tres veces.
La propuesta del Hijo de Dios deja a Pedro
aturdido. Le está proponiendo un pastoreo a “sus ovejas”. Unas ovejas que
necesitan ser alimentadas, como decía Jeremías, con “pasto de conocimiento y
sabiduría”. Bastante estupor sobrelleva Pedro al ver a Jesús dirigirse a él con
el corazón lleno de perdón por su triple negación, como para asimilar esta
invitación: ser pastor como Él, según su corazón, con la misión de –como dice
Pablo– administrar los misterios de Dios (1 Co 4,1). AP/TC
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