Santa Teresita del
Niño Jesús, esa monjita francesa lejana en el tiempo, pero tan cercana a
nuestro corazón cristiano, esa gigante de la vida espiritual, pero a la vez tan
sencilla, esa profunda doctora en la ciencia del Amor Divino, y a la vez tan
poco académica, se nos presenta, una y mil veces, como una hermosa estrella en
cielo de Dios, estrella que brilla e ilumina, que está lejos pero que puede
influir en nosotros.
Santa Teresita, con
su vida y su enseñanza se nos presenta como en la foto, en la que parece
contemplar una Presencia especial, sin mirar a la cámara, está concentrada,
atenta, serena, ante una Realidad que nosotros no vemos.
Pensar en Santa Teresita, como pensar
en los demás Santos, es descubrir el lugar de Dios en la vida de un ser humano
que lo ha encontrado. En este caso, ese descubrimiento de Dios, que transforma
radicalmente la vida, podría sintetizarse en tres palabras con las cuales
podemos describir, brevemente, la figura de nuestra Santa: niña, esposa y
guerrera.
Niña en los brazos de
Dios
La espiritualidad de
Santa Teresita se conoce, fundamentalmente como infancia espiritual. Inspirada
en el Evangelio, nuestra Santa vivió como un niño en los brazos de su madre. En
varias ocasiones utiliza esa imagen, la del niño dormido lleno de confiado
abandono. Ella dice que el “camino es el abandono del niñito que se duerme
sin miedo en brazos de su padre”.
Y así lo vivió. Para
ella, la confianza filial no fue una enseñanza más sino su propia forma de
vivir. Ante las diversas dificultades que tuvo que superar para entrar al
Carmelo, por ejemplo, le escribía a una de sus hermanas: “Dios no puede
mandarme pruebas que estén por encima de mis fuerzas… ¡Paulina, no tengo más
que a Dios, sólo a Dios, sólo a Dios”.
Por esto, su gran
aspiración espiritual fue siempre reconocer su propia pequeñez e incapacidad
para las cosas de Dios y la grandísima misericordia del Padre que socorre a los
pequeños.
A las puertas de la
muerte, por su enfermedad y prueba de la fe, exclamaba no poder más, sin
embargo, estaba segura de que Dios no la dejaría sola. Así, llegó a una
confianza tal que, en medio de grandes dolores, mantenía la serenidad de
siempre, como el niño a punto de dormirse…
Esposa de Cristo
Un segundo aspecto de
la espiritualidad que vivió nuestra Santa es su profundísimo amor a Jesús. Como
anécdota pintoresca y como signo elocuente, viene bien saber que en la pared de
su celda, había escrito el letrero: “Jesús es mi único amor”.
Ese amor al Señor,
amor de entrega, imitación, sacrificio, amor exclusivo y fecundo, es la fuente
de donde brotan todas las virtudes, anhelos, intereses de Santa Teresita.
Como esposa enamorada
vivió para Él, por Él, con Él. En medio de su enfermedad y de la prueba de la
fe, su hermana Paulina le preguntó dónde estaba Jesús, porque hacía tiempo que
no hablaba de Él. Ella contestó, poniendo la mano sobre el corazón: “¡Está
aquí! Está en mi corazón”.
Ese amor al Señor fue
el anhelo de toda su vida: “¡La ciencia del amor! ¡Sí, estas palabras
resuenan dulcemente en los oídos de mi alma! No deseo otra ciencia. Después de
haber dado por ella todas mis riquezas, me parece, como a la esposa del Cantar
de los Cantares, que no he dado nada todavía... Comprendo tan bien que, fuera
del amor, no hay nada que pueda hacernos gratos a Dios, que ese amor es el
único bien que ambiciono”.
Guerrera del Reino de
Dios
Finalmente, Santa
Teresita “es batalladora, aun cuando sus batallas se dan en el amor y por el
amor, en la paz y por la paz… La batalla se da… contra la voluntad de la propia
grandeza en lugar de la única grandeza de Dios”.
Nuestra Santa se nos
presenta, con su serena dulzura, como una guerrera y conquistadora del Reino de
Dios, en ella y en los demás: “Vestí las armas del Omnipotente, y su mano
divina me adornó. Nada me hará temer en adelante, ¿quién podrá separarme de su
amor? A su lado, lanzándome al combate, ya ni al fuego ni al hierro temeré.
Sabrán mis enemigos que soy reina, que esposa soy de un Dios. Guardaré la
armadura que me ciño, Jesús, ante tus ojos adorados, y hasta la última tarde
del destierro serán mis votos mi mejor adorno”.
Ese ardor por la
santidad la llevará a entregarse valientemente por la salvación de los demás: “Sentí
un gran deseo de trabajar por la conversión de los pecadores, deseo que no
había sentido antes con tanta intensidad... Sentí, en una palabra, que entraba
en mi corazón la caridad, sentí la necesidad de olvidarme de mí misma para dar
gusto a los demás, ¡y desde entonces fui feliz...!”
Más aún, su anhelo
conquistador de las almas, su entrega en favor de los demás, la llevó a aceptar
la prueba de la fe y le inspiró el deseo de seguir haciendo el bien por toda la
eternidad: “yo quiero pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra”.
Conclusión
¿Qué nos deja nuestra Santa? ¿Qué
podemos hacer nuestro de lo suyo para acercarnos más a Dios? Podríamos
conformarnos con una sola cosa de las muchas que tiene para darnos. Pensemos,
simplemente, en la importancia de vivir cada acontecimiento, cada situación,
cada momento… con Jesús enfrente, descubriendo en lo pequeño de nuestra
vida cotidiana, un amor que nos abraza, transforma y empuja a amar al estilo de
Dios.
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