La
enfermedad es una de las experiencias más duras del ser humano. No sólo padece
el enfermo que siente su vida amenazada y sufre sin saber por qué, para qué y
hasta cuándo. Sufre también su familia, los seres queridos y los que le
atienden.
De poco
sirven las palabras y explicaciones. ¿Qué hacer cuando ya la ciencia no puede
detener lo inevitable? ¿Cómo afrontar de manera humana el deterioro? ¿Cómo
estar junto al familiar o el amigo gravemente enfermo?
Lo
primero es acercarse. Al que sufre no se le puede ayudar desde lejos.
Hay que estar cerca. Sin prisas, con discreción y respeto total. Ayudarle a
luchar contra el dolor. Darle fuerza para que colabore con los que tratan de
curarlo.
Esto
exige acompañarlo en las diversas etapas de la enfermedad y en los
diferentes estados de ánimo. Ofrecerle lo que necesita en cada momento. No
incomodarnos ante su irritabilidad. Tener paciencia. Permanecer junto a él.
Es
importante escuchar. Que el enfermo pueda contar y compartir lo que
lleva dentro: las esperanzas frustradas, sus quejas y miedos, su angustia ante
el futuro. Es un respiro para el enfermo poder desahogarse con alguien de
confianza. No siempre es fácil escuchar. Requiere ponerse en el lugar del que
sufre y estar atento a lo que nos dice con sus palabras y, sobre todo, con sus
silencios, gestos y miradas.
La
verdadera escucha exige acoger y comprender las reacciones del enfermo.
La incomprensión hiere profundamente a quien está sufriendo y se queja.
«Animo», resignación»... son palabras inútiles cuando hay dolor. De nada sirven
consejos, razones o explicaciones doctas. Sólo la comprensión de quien acompaña
con cariño y respeto alivia.
La
persona puede adoptar ante la enfermedad actitudes sanas y positivas o
puede dejarse destruir por sentimientos estériles y negativos. Muchas veces
necesitará ayuda para mantener una actitud positiva, para confiar y colaborar
con los que le atienden, para no encerrarse solo en sus problemas, para tener
paciencia consigo mismo o para ser agradecido.
El
enfermo puede necesitar también reconciliarse consigo mismo, curar las heridas
del pasado, dar un sentido más hondo a su dolor, purificar su relación con
Dios. El creyente puede ayudarle a orar, a vivir con paz interior, a creer en
el perdón y confiar en su amor salvador.
El
evangelista nos dice que las gentes llevaban sus enfermos y poseídos hasta
Jesús. El sabía acogerlos con cariño, despertar su confianza en Dios, perdonar
su pecado, aliviar su dolor y sanar su enfermedad. Su actuación ante el
sufrimiento humano siempre será para los cristianos el ejemplo a seguir en el
trato a los enfermos. JAP
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