Durante muchos
siglos, el miedo ha sido uno de los factores que con más fuerza ha motivado y
sostenido la religiosidad de bastantes personas. Más de uno aceptaba la
doctrina de la Iglesia solo por temor a condenarse eternamente.
Hoy, sin embargo, en
el contexto sociológico actual se ha hecho cada vez más difícil creer solo por
temor, por obediencia a la Iglesia o por seguir la tradición. Para sentirse
creyente y vivir la fe con verdadera convicción es necesario tener la
experiencia de que la fe hace bien. De lo contrario, tarde o temprano uno
prescinde de la religión y lo abandona todo.
Y es normal que sea
así. Para una persona solo es vital aquello que le hace vivir. Lo mismo sucede
con la fe. Es algo vital cuando el creyente puede experimentar que esa fe le
hace vivir de manera más sana, acertada y gozosa.
En realidad, nos
vamos haciendo creyentes en la medida en que vamos experimentando que la
adhesión a Cristo nos hace vivir con una confianza más plena, que nos da luz y
fuerza para enfrentarnos a nuestro vivir diario, que hace crecer nuestra
capacidad de amar y de alimentar una esperanza última.
Esta experiencia
personal no puede ser comunicada a otros con razonamientos y demostraciones, ni
será fácilmente admitida por quienes no la han vivido. Pero es la que sostiene
secretamente la fe del creyente incluso cuando, en los momentos de oscuridad,
ha de caminar «sin otra luz y guía sino la que en el corazón ardía» (san Juan
de la Cruz).
En el relato de la
transfiguración se nos recuerda la reacción espontánea de Pedro, que, al
experimentar a Jesús de manera nueva, exclama: «¡Qué bien se está aquí!». No es
extraño que, años más tarde, la primera carta de Pedro invite a sus lectores a
crecer en la fe si «habéis gustado que el Señor es bueno» (i Pedro 2,3).
Bernard ha llamado la
atención sobre la escasa consideración que la teología contemporánea ha
prestado al «afecto» y al «gusto de creer en Dios», ignorando así una antigua y
rica tradición que llega hasta san Buenaventura. Sin embargo, no hemos de
olvidar que cada uno se adhiere a aquello que experimenta como bueno y
verdadero, y se inclina a vivir de acuerdo con aquello que le hace sentirse a
gusto en la vida.
Tal vez una de las
tareas más urgentes de la Iglesia sea hoy despertar «el gusto de creer».
Deberíamos cuidar de manera más cálida las celebraciones litúrgicas, saborear
mejor la Palabra de Dios, gustar con más hondura la Eucaristía, comulgar
gozosamente con Cristo, alimentar nuestra paz interior en el silencio y la
comunicación amorosa con Dios. Aprenderíamos a sentirnos a gusto con Dios. JAP
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