Día litúrgico: Domingo II (B) de Cuaresma
Texto del Evangelio (Mc 9,2-10): En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan, y
los llevó, a ellos solos, aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de
ellos, y sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que
ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo. Se les
aparecieron Elías y Moisés, y conversaban con Jesús.
Toma la palabra Pedro y dice a Jesús: «Rabí, bueno
es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y
otra para Elías»; pues no sabía qué responder ya que estaban atemorizados.
Entonces se formó una nube que les cubrió con su sombra, y vino una voz desde
la nube: «Este es mi Hijo amado, escuchadle». Y de pronto, mirando en derredor,
ya no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos. Y cuando bajaban del
monte les ordenó que a nadie contasen lo que habían visto hasta que el Hijo del
hombre resucitara de entre los muertos.
«Se transfiguró delante de ellos»
Comentario: Rev. D. Jaume GONZÁLEZ i
Padrós (Barcelona, España)
Hoy contemplamos la
escena «en la que los tres apóstoles Pedro, Santiago y Juan aparecen como
extasiados por la belleza del Redentor» (San Juan Pablo II): «Se transfiguró
delante de ellos y sus vestidos se volvieron resplandecientes» (Mc 9,2-3). Por
lo que a nosotros respecta, podemos entresacar un mensaje: «Destruyó la muerte
e irradió la vida incorruptible con el Evangelio» (2Tim 1, 10), asegura san
Pablo a su discípulo Timoteo. Es lo que contemplamos llenos de estupor, como
entonces los tres Apóstoles predilectos, en este episodio propio del segundo
domingo de Cuaresma: la Transfiguración.
Es bueno que en
nuestro ejercicio cuaresmal acojamos este estallido de sol y de luz en el
rostro y en los vestidos de Jesús. Son un maravilloso icono de la humanidad
redimida, que ya no se presenta en la fealdad del pecado, sino en toda la
belleza que la divinidad comunica a nuestra carne. El bienestar de Pedro es
expresión de lo que uno siente cuando se deja invadir por la gracia divina.
El Espíritu Santo
transfigura también los sentidos de los Apóstoles, y gracias a esto pueden ver
la gloria divina del Hombre Jesús. Ojos transfigurados para ver lo que
resplandece más; oídos transfigurados para escuchar la voz más sublime y
verdadera: la del Padre que se complace en el Hijo. Todo en conjunto resulta
demasiado sorprendente para nosotros, avezados como estamos al grisáceo de la
mediocridad. Sólo si nos dejamos tocar por el Señor, nuestros sentidos serán
capaces de ver y de escuchar lo que hay de más bello y gozoso, en Dios, y en
los hombres divinizados por Aquel que resucitó entre los muertos.
«La espiritualidad
cristiana -ha escrito San Juan Pablo II- tiene como característica el deber del
discípulo de configurarse cada vez más plenamente con su Maestro», de tal
manera que -a través de una asiduidad que podríamos llamar “amistosa”-
lleguemos hasta el punto de «respirar sus sentimientos». Pongamos en manos de
Santa María la meta de nuestra verdadera “transfiguración” en su Hijo
Jesucristo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario