Cada vez tenemos menos tiempo para escuchar. No
sabemos acercamos con calma y sin prejuicios al corazón del otro. No acertamos
a escuchar el mensaje que todo ser humano nos puede comunicar. Encerrados en
nuestros propios problemas, pasamos junto a las personas, sin apenas detenemos
a escuchar realmente a nadie. Se nos está olvidando el arte de escuchar.
Por eso, tampoco resulta tan extraño que a los
cristianos se nos haya olvidado, en buena parte, que ser creyente es vivir
escuchando a Jesús. Más aún. Sólo desde esta escucha nace la verdadera fe
cristiana.
Según el evangelista Marcos, cuando en la «montaña
de la transfiguración» los discípulos se asustan al sentirse envueltos por las
sombras de una nube, sólo escuchan estas palabras: «Este es mi Hijo amado:
escuchadle a él».
La experiencia de escuchar a Jesús hasta el fondo
puede ser dolorosa, pero apasionante. No es el que nosotros habíamos imaginado
desde nuestros esquemas y tópicos piadosos. Su misterio se nos escapa. Casi sin
damos cuenta, nos va arrancando de seguridades que nos son muy queridas, para
atraernos hacia una vida más auténtica.
Nos encontramos, por fin, con alguien que dice la
verdad última. Alguien que sabe por qué vivir y por qué morir. Algo nos dice
desde dentro que tiene razón. En su vida y en su mensaje hay verdad.
Si perseveramos en una escucha paciente y sincera,
nuestra vida empieza a iluminarse con una luz nueva. Comenzamos a verlo todo
con más claridad. Vamos descubriendo cuál es la manera más humana de
enfrentarnos a los problemas de la vida y al misterio de la muerte. Nos damos
cuenta de los grandes errores que podemos cometer los humanos, y de las grandes
infidelidades de los cristianos.
Tal vez, hemos de cuidar más en nuestras
comunidades cristianas la escucha fiel a Jesús. Escucharle a él nos puede curar
de cegueras seculares, nos puede liberar de desalientos y cobardías casi
inevitables, puede infundir nuevo vigor a nuestra fe. JAP
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