El sufrimiento es algo que repugna al hombre. Para
muchos su realidad es, justamente, la prueba de que Dios no existe: les parece
imposible que un Ser todopoderoso y lleno de amor no usara ese amor y ese poder
para impedir que haya guerras, asesinatos, injusticias, niños que nacen
deformes, cáncer que mata a madres cuando sus hijos más las necesitan, etc.
Al cristiano se le pide, mucho más: no sólo creer en
Dios a pesar de la existencia del sufrimiento, si no también saber aceptar ese
sufrimiento como camino de amor.
Este es el punto donde se dividen los espíritus y donde
se decide si somos o no cristianos.
Somos cristianos de verdad desde el momento en que
aceptamos la cruz, porque es en la cruz donde se prueba nuestro corazón de
hijos.
La cruz se produce cuando nuestra voluntad se “cruza”
con la voluntad del Padre Dios: cuando yo quiero una cosa, y Él me pide otra o
permite que suceda algo que va en contra de mis deseos
Si entonces acepto la cruz, me hago verdadero hijo
porque manifiesto que confío en mi Padre, porque creo que sus caminos son más
sabios que los míos, y que me dejo conducir por ellos -renunciando a los míos-
aunque me duela.
Siendo bueno, Dios no podría permitir nunca el mal por
el mal, si de él no resultara bien alguno. Lo que sucede es que no siempre
descubrimos el fruto positivo que surge del mal, porque no conocemos la
totalidad del plan de Dios.
El sentido de muchos dolores nuestros tal vez lo
entenderemos recién en el cielo. En el cielo -al ver el plan total que Dios
tenía con nuestra vida- comprenderemos que todos nuestros sufrimientos los
permitió Dios por amor: para corregirnos y educarnos, para librarnos del
egoísmo y de la afición por los bienes terrenales, para obligarnos a crecer en
dimensiones nuevas, para enriquecernos espiritualmente.
Así el sufrimiento no es castigo de Dios sino, al
contrario, prueba de su amor de Padre. San Pedro compara el sufrimiento con un
crisol, donde Dios purifica el oro de nuestra fe y de nuestro amor.
Cuando Dios hace sufrir, significa que nos está dando
una oportunidad de crecer en el amor y la confianza, de desarrollar aspectos
nuevos de nuestra personalidad cristiana, que hasta ahora estaban dormidos,
atrofiados o enfermos.
Cristo y la Santísima Virgen sufrieron muchísimo,
precisamente porque fueron los más amados por Dios. También ha sido el destino
de todos los santos, los grandes predilectos de Dios.
Todo sufrimiento y cruz que aceptamos como cristianos
es siempre participación de la Pasión de Cristo. Él se entregó hasta la cruz
como expiación por nuestros pecados. Así nosotros participamos, por medio de
nuestro sufrir, en esta expiación, no sólo por los pecados propios, sino
también por los pecados de los demás.
Y siempre cuando nos es dada una nueva cruz, debemos
verla en unión con Él, nuestro Redentor. Cuando consideramos así nuestra cruz
como parte de su cruz, aprenderemos con más facilidad a llevarla pacientes,
obedientes y, con el tiempo, incluso alegres.
Así lo hizo, ante todo, María, la Madre de Jesús. Lo
acompañó durante su vida en los tiempos felices y en los tiempos difíciles,
hasta el pie de la cruz. Y por eso no es sólo Cristo quien está con nosotros,
en tiempos de dolor, sino que también su Madre -que es nuestra Madre- está con
nosotros al pie de nuestra cruz.
Y en la medida en que participamos así como Ella en la
Pasión de Jesús, tenemos también la promesa de participar en la vida
glorificada de Cristo en el cielo, tal como ya lo está haciendo María desde su
Asunción.
Pongamos en cada Eucaristía, nuestro sufrimiento y cruz
personal sobre la patena, como nuestra ofrenda, para unirlo con el sacrificio
perfecto de Cristo en la cruz. NS
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