Una vez que fui en la búsqueda de Jesús. Había leído que a los grandes santos de
nuestra Iglesia, se les apareció en la forma de un pobre o un enfermo. Y le
pedí esa gracia al Señor. “Yo también quiero verte”, le dije, “y reconocerte”.
A los días acompañé a un amigo a un hospital para
enfermos de cáncer. Él les llevaría la comunión y un rato de consuelo. Supe de inmediato que ese día vería a
Jesús.
Cada vez que entrábamos a un cuarto me decía: “¿Eres tú
Señor?” Y buscaba a los que menos enfermos parecían. Aquellos de buen
semblante. “Señor” le dije,
“el día termina y no te encuentro. ¿Dónde estás?”
Entonces llegamos a un cuarto silencioso, al final del
pasillo. No había ningún familiar. El televisor apagado. Sólo una cama al fondo
y una persona en ella. Entramos y me paré frente a la cama. Y me pareció
reconocerlo. “Eres tú”, casi
exclamo. Sentí un dolor interior,
profundo, que me paralizaba. Era el más
enfermo de todos. El irreconocible.
Fue tal mi impresión que salí del cuarto a
llorar.
Lo tuve frente a mí y no pude verlo a los ojos. No tuve
el valor. Su cuerpo estaba
totalmente llagado. Era un Cristo sufriente. Regresé a mi casa y lo único que surgió de mi alma fue escribirte,
contarte mi experiencia. Me preguntaba a
menudo: ¿por qué?
Un sacerdote amigo, a los días me respondió: “Porque no
amaste lo suficiente”. “Es verdad”,
reflexioné, “de haber amado, habría podido abrazarlo y curar sus heridas. Y
estar con Él”.
Recordé a san Francisco, cuando corría por los bosques
llorando: “El Amor no es amado. El Amor no es amado”. Jesús, Hijo de Dios, enséñanos a amar y
reconocerte en el que sufre, el necesitado. Enséñanos a ser como Tú. CdeC
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