No hace mucho mostraba Ignacio Sánchez Cámara su inquietud
ante la progresión de una nueva leva –o quizá no tan nueva– de falsos héroes,
muy aficionados a abrazar causas que ya no es necesario defender, o cuando ya
no se corre el menor riesgo al hacerlo. Se sacrifican por los tópicos de moda,
dan su vida y su hacienda por lo que no cuesta nada, ni vida ni hacienda. Es un
heroísmo de verbena y de guiñol, porque apuestan siempre a caballo ganador. Se trata de un héroe que es un batallador de causas
ganadas, que rema afanosamente a favor de la corriente, finge lágrimas y
sudores, exhibe agravios y derrotas, pero nunca paga el menor tributo personal
por defender lo que defiende. Del perdedor adopta la estética, digna y abatida.
Del ganador toma las cartas y las bazas. Combina la estética de la derrota y la
cuenta de resultados de la victoria. Y como en muchos ambientes la exhibición
del agravio y de la queja suele ser el mejor camino hacia la victoria, utiliza
agravios reales o fingidos para obtener ventaja, para medrar.
Ante ese lamentable espectáculo, es cuestión de buen gusto
preferir a quien defiende lo que no está de moda, a quien tiene el valor de ir
contracorriente, a quien sabe decir que no cuando todos ceden y decir que sí
cuando nadie se atreve a dar el primer paso.
Muchas personas tienen auténtico terror a sentirse solas,
sienten una especie de horror que les paraliza. Es cierto que llevar la
contraria por sistema es patético, pero pasarse la vida mirando de reojo a
ambos lados antes de posicionarse, para así nunca salirse de la fila, eso no es
otra cosa que cobardía. Todo aquel que quiera tener ideas propias, o ejercer
algún tipo de liderazgo, o sacar cualquier cosa adelante, ha de asumir que en
algunos momentos tendrá que sentirse solo. Es un peso inevitable que todos, de
un modo u otro, hemos de llevar sobre nuestros hombros. Un costalero que no
sintiera la carga del paso, que no se cansa, puede estar seguro de que está
quitando el hombro, que son los demás quienes llevan el peso.
De todo hay
Se puede uno deslizar por la vida sin entregarse
enérgicamente a ella. No exponerse a los fracasos, a los errores, a las
decepciones, a los azares adversos, al dolor. Son –en expresión de Julián
Marías– formas tímidas de suicidio, de negación de la vida. Con frecuencia se
trata de una especie de avaricia vital, de incapacidad de dar. Otras veces, de
un inmoderado afán de seguridad, de temor a exponerse, a arriesgar. O de una vida
dominada por la pereza, por la evitación del cansancio y del esfuerzo.
Hay vidas extremadamente modestas en cuanto a sus dotes
–físicas, intelectuales, de posición social, etc. –, pero que son espléndidas
por la intensidad y la entrega con que viven, a pesar de la limitación de sus
recursos. Y hay ejemplos evidentes de lo contrario: vidas admirablemente
dotadas, ricas en posibilidades, cuya realización muestra una pobreza lindante
con la miseria. Vidas sin riesgo, sin compromiso, sin ilusión, un triste
panorama de muertos en vida.
Vivir es arriesgarse. No importa perder una batalla si
estamos bien situados. Tener esperanza es arriesgarse a fracasar. Pero un poco
hay que arriesgar, porque el riesgo más grande en la vida es no arriesgarse.
Los que no arriesgan nada, no hacen nada, están encadenados por sus miedos, son
esclavos de ellos, han perdido su libertad. Como decía Kierkegaard, arriesgarse
es perder pie por un tiempo, pero no arriesgarse es perder la vida por
completo. AA
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