Por lo
general, la espiral de la preocupación, y con ella, la de la ansiedad,
entorpece de tal modo el funcionamiento intelectual que pueden llegar a
disminuir seriamente su rendimiento personal.
Bastantes
estudiantes, por ejemplo, son muy proclives a preocuparse y caer en estados de
ansiedad, y esto afecta negativamente a sus resultados académicos. Mientras, a
otros, el estado de preocupación, por ejemplo ante un examen, estimula su
intensidad en el estudio y logran, gracias a eso, un rendimiento mucho mayor.
Ésa es la cuestión que conviene analizar: por qué a unos les estimula y a otros
les paraliza.
Según
unos amplios estudios realizados por Richard Alpert, la diferencia entre unos y
otros está en la forma de abordar esa sensación de inquietud que les invade
ante la inminencia de un examen. A unos, la misma excitación y el interés por
hacer bien el examen les lleva a prepararse y a estudiar con más seriedad; en
otros casos, sin embargo, cuando se trata de personas ansiosas, sus
pensamientos negativos (del estilo de «no seré capaz de aprobar», «se me dan
mal este tipo de exámenes», «no sirvo para las matemáticas», etc.) sabotean sus
esfuerzos, y la excitación interfiere con el discurso mental necesario para el
estudio y enturbia después su claridad también durante la realización del
examen.
Las
preocupaciones que tiene una persona mientras hace un examen reducen los
recursos mentales disponibles para hacerlo bien. En ese sentido, si estamos
demasiado preocupados por suspender, dispondremos de mucha menos atención para
discurrir sobre lo que nos han preguntado y expresar una respuesta adecuada. Es
así como las preocupaciones acaban convirtiéndose en profecías autocumplidas
que conducen al fracaso.
En cambio,
quienes controlan sus emociones pueden utilizar esa ansiedad anticipatoria
—ante la cercanía de un examen, o de dar una conferencia, o de acudir a una
entrevista importante— para motivarse a sí mismos, prepararse adecuadamente y,
en consecuencia, hacerlo mejor.
Se trata de
encontrar un punto medio —volvemos aquí de nuevo a la necesidad de un
equilibrio— entre la ansiedad y la apatía, pues el exceso de ansiedad lastra el
esfuerzo por hacerlo bien, pero la ausencia completa de ansiedad —en el sentido
de indolencia, se entiende— genera apatía y desmotivación.
Por eso, un
cierto entusiasmo —incluso algo de euforia en algunas ocasiones— resulta muy
positivo en la mayoría de las tareas humanas, sobre todo para las de tipo más
creativo. Pero cuando la euforia crece demasiado o se descontrola, se convierte
en un estado en el que la agitación socava toda capacidad de pensar de un modo
lo suficientemente coherente como para que las ideas fluyan con acierto y
realismo.
Los estados de
ánimo positivos aumentan la capacidad de pensar con flexibilidad y sensatez
ante cuestiones complejas, y hacen más fácil encontrar soluciones a los
problemas, tanto de tipo especulativo como de relaciones humanas. Por eso, una
forma de ayudar a alguien a abordar con acierto sus problemas es procurar que
se sienta alegre y optimista. Las personas bienhumoradas gozan de una
predisposición que les lleva a pensar de una forma más abierta y positiva, y
gracias a eso poseen una capacidad de tomar decisiones notablemente mejor.
Los estados de
ánimo negativos, en cambio, sesgan nuestros recuerdos en una dirección
negativa, haciendo más probable que nos retiremos hacia decisiones más
apocadas, temerosas y suspicaces. AA
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