Jesús le respondió: “Si alguno me
ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos
morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que
escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado. Os he dicho estas cosas
estando entre vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre
enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he
dicho. Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe
vuestro corazón ni se acobarde. Habéis oído que os he dicho: Me voy y volveré a
vosotros. Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre, porque el
Padre es más grande que yo. Y os lo digo ahora, antes de que suceda, para que
cuando suceda creáis”.
Reflexión
1. El hombre pascual, el hombre
nuevo, que hemos de llegar a ser es un hombre muy unido y vinculado con Cristo,
nuestro Señor resucitado. Tiene una fe auténtica y fuerte en Él, un amor
profundo a Él. Y este amor, esta unión con Cristo debe manifestarse en la vida
de cada uno. Es lo que nos recuerda el Evangelio: “El que me ama guardará mi
palabra. Y el que no me ama no guardará mi palabra”.
2. Si buscamos a Jesucristo en nuestra vida, Él se nos
hace presente, principalmente, bajo tres formas, solía explicarnos el Padre
José Kentenich, fundador del Movimiento de Schoenstatt:
·
Primero, Él es el Dios de la historia y de la vida: está presente y
actuando en la historia de la humanidad, de los pueblos y de cada individuo. Y
está presente en todas las cosas y en todos los acontecimientos de la vida
concreta.
·
Además, Él es el Dios de los altares: está presente en cada tabernáculo,
está actuando en los sacramentos.
·
Y, por último, Él es el Dios de los corazones humanos: está presente en
nuestras almas y en las almas de los cristianos.
3. Esta presencia de Dios en nuestros corazones la
promete Jesús en el Evangelio: “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo
amará, y vendremos a él y haremos morada en él”.
De modo que mi alma es un templo
de Dios. Cristo mismo quiere ser el Rey, el Señor de mi corazón. Por eso, tengo
que echar afuera cualquier otro dueño, p.ej. el egoísmo, el dinero, el poder,
el placer... Porque Cristo quiere tomar en sus manos, definitivamente, el
destino de mi vida. Es como si mi vida fuese parte de la suya. Tal como Cristo
piensa y siente, tal como vive, sufre y se alegra, así he de vivir yo que soy
templo vivo de Él.
Es el camino de asemejarme cada
día un poco más a Él, de dejarme transformar en Él. Así podré alcanzar, algún
día, la plenitud del hombre divinizado, tal como San Pablo cuando decía: “No
soy yo quien vivo, sino es Cristo quien vive en mi” (Gal 2 20) Será la victoria de lo divino sobre mi naturaleza
humana.
Los Padres de la Iglesia decían
que cada cristiano debe ser otro Cristo, es decir, Cristo continuado. Por
nuestra vida debemos manifestar, cómo Él habría vivido en nuestro tiempo. Por
nuestra vida debemos prolongar y continuar la vida de Jesús.
Él no vivió más que una sola vida
humana, una vida breve de 33 años. Después de su Ascensión, Él ya no tiene otra
aparición posible que la nuestra. El único rostro que Él puede mostrar a
nuestros contemporáneos, es el nuestro, el de los cristianos auténticos. El
mundo actual no se convertirá nunca a Dios, si no encuentra en nosotros, en
nuestra vida cristiana, un signo y testimonio de la presencia del Señor.
Algo semejante podemos decir en
relación a la Virgen María. Todos nosotros y especialmente cada mujer ha de
encarnar y hacer presente a la Sma. Virgen en el mundo de hoy. Como decía el
Padre Kentenich: Cada mujer debe ser una pequeña María, debe ser su instrumento
y reflejo, para que también nuestro tiempo pueda conocer y encontrarse de nuevo
con Ella.
4. La promesa de Cristo en el Evangelio de hoy trae
además otra consecuencia importante para mi vida cristiana. Porque Él vive no
solo en mi propio corazón, sino también cada cristiano es un templo vivo de Él.
De modo que debo ver a Jesús en cada hermano. Debo tratarlo como al señor
mismo: con amor, cariño y, sobre todo, con mucho respeto.
El amor encierra en sí, siempre un
doble elemento: un donarse y un reservarse, un amarse y un respetarse. Hoy en
día el respeto es más necesario aún que el amor. El respeto es el eje del
mundo.
A nosotros nos parece que nos
rodean sólo hombres, hombres llenos de defectos y limitaciones. Y en verdad es
Cristo mismo quien está en cada uno de ellos, aunque no lo reconozcamos.
¿Qué mujer cree que va a encontrar
a Dios en su marido? No es posible; lo conoce demasiado bien, sabe lo que vale
y la que no vale. ¿Y qué marido reconoce a Dios en su esposa? ¿Y qué padre, en
sus hijos? ¿Y qué hijo, en sus padres?
Sin embargo, el juicio final se
basará en nuestra conducta para con los hermanos - de modo que Jesús se
identificará completamente con ellos. Como indica el Evangelio de San Mateo, Él
va a decir a los elegidos: “En verdad os digo que cuando lo hicisteis con uno de
estos mis hermanos, conmigo lo hicisteis”. Y a los condenados va a decir: “En
verdad os digo que cuando no lo hicisteis con uno de estos mis hermanos,
tampoco conmigo lo hicisteis” (25,40).
5. La morada más preciosa y perfecta de Dios es la Sma.
Virgen María. Ella nos revela el mismo rostro de su Hijo Jesús. Junto con Él es
el prototipo del hombre pascual que todos hemos de llegar a ser.
Queridos hermanos, pidámosle por
eso a María, que nos eduque para que seamos más y más semejantes a Ella:
verdaderos templos de Dios, testigos y portadores de Cristo para nuestro
tiempo. NS
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