Tenemos un grave problema con buena parte de nuestros
adolescentes y jóvenes. Negarlo es quedar ciego ante la luz de la verdad. Y ese
problema no se arregla solo rebajando la edad penal, porque es demasiado
extenso y profundo, y porque su raíz está en la sociedad y los poderes
públicos.
Cuando somos niños pequeños nos enseñan a discernir entre lo
que es un bien para nosotros o los demás, y lo que representa la incitación a
un deseo. Esta es la base de la educación (exégesis) “no comas esto,” “no bebas
aquello”, “no hagas esto otro”. Desarrollar aquella capacidad de discernimiento
es el fundamento de la educación.
También sabemos que cualquier práctica que deseemos emprender
con posibilidades de éxito, en la ganadería, jugando al ajedrez, o ser
empresario, exige inexorablemente conocer cuáles son los bienes relacionados
con la práctica –y, por tanto, los males-. Un agricultor no puede pecar de
inconstante porque las vacas necesitan el ordeño diario al igual que la
alimentación de los animales; la paciencia es necesaria para el ajedrez; y la
confianza básica para el empresario. Se necesita además la práctica y los
medios necesarios para alcanzar aquellos bienes. Para conseguir todo esto
nuestros deseos deben ser encauzados, educados, y que ésta solo pueda ser una
actitud permanente.
Pues bien, ser humano, vivir la propia vida, es más decisivo
que cualquier actividad concreta, lo que vale cuando éramos niños, y después,
para ser ganadero, ajedrecista o empresario, todavía es más necesario para
realizarnos como personas. Es evidente que exige saber distinguir entre lo
bueno y el simple deseo, como aprendimos, o así debería haber sido en la
infancia. El problema que padecen un número creciente de adolescentes es que
tal aprendizaje les ha sido negado y deformado, por incapacidad de sus padres,
primero; maestro, después; y la sociedad, en general, o por la actitud
deliberada que considera que aquellas condiciones que son las que
razonablemente nos exigimos para el desempeño de cualquier tarea, incluso el
más sencillo de los hobbys, no debe aplicarse a la educación de las personas.
Por esta causa violan tanto, agreden y son cada vez más violentos. Se drogan
más y más pronto e incurren en una dañina promiscuidad Asumiendo hábitos
dañinos que les pasarán factura a los 30, 40 años.
Por consiguiente, debemos recuperar la educación del deseo,
la capacidad de discernir el bien y practicarlo. Para ello es necesario ayudar
a que cada uno entienda y descubra cuál es la mejor forma de vivir para
nosotros, porque con nuestras actitudes expresamos alguna manera de lo que cada
uno entiende por felicidad, en términos de bienes, no de deseos, de manera que
sepamos cuál es nuestro gran bien último, como nos organizamos en relación a
los otros bienes y qué estamos dispuestos a sacrificar.
En nuestra cultura clásica el fin último -la felicidad- podía
alcanzarse por medio de la sabiduría, como Platón; con su ejercicio en la
política; mediante las virtudes adquiridas, como Aristóteles; o en una relación
perfeccionada con Dios, como Tomás de Aquino; o en las tres. En cualquier caso,
la felicidad nunca podía surgir de la búsqueda sistemática del placer, el poder
o el dinero –como fin último, como hiperbién-, lo que no niega las posibilidades
de cada uno como medios secundarios. De ahí la importancia de la educación para
reconocerse en uno mismo si se está haciendo algo para alcanzar el fin bueno, o
realmente en la práctica solo estamos enmascarando nuestro deseo de placer,
poder, dinero. Y esto es, sobre todo, una reflexión práctica.
Y porque se trata de práctica y la pregunta no puede sólo
formularse sobre el yo -¿qué debo hacer?- sino sobre el nosotros, debe entrar
en juego la razón deliberativa porque el criterio del otro nos ayuda a superar
nuestras concepciones erróneas sobre la manera de alcanzar nuestro fin último,
de manera que cuando persigamos fines genuinamente buenos, sepamos ver cuando
no los perseguimos por este motivo sino porque redundará en dinero o en poder.
Por esto es tan importante la deliberación en el proceso educativo, siempre y
cuando no degenere en corrupción; es decir, cuando los demás se esfuercen en
ejercitar las virtudes de la objetividad.
El escultismo clásico -no, evidentemente algunas mutaciones
posteriores- es la gran escuela de formación de niños y adolescentes, porque
encauza, entre otras, la tendencia al pandillismo, al liderazgo y socialización
del adolescente en el sistema de patrullas que funciona bajo criterios de bien
muy poderosos, la Ley Scout y su promesa, el raciocinio y la corrección
deliberativa, las reuniones de patrulla, los consejos de honor, constituyen un
proceso de deliberación racional compartida para lograr bienes últimos: el
honor, la lealtad, el servicio a los demás, la fraternidad entre scouts; la
cortesía el amor a los animales y a la naturaleza, la obediencia, el espíritu
de sacrificio y de superación, la formación de la personalidad y del cuerpo,
mediante la práctica, esto es, la acción, el testimonio y el compromiso
En una cultura desvinculada y su expresión, las políticas del
deseo y la burocracia de la despersonalización, recuperar el estudio y
divulgación de los grandes educadores de la sociedad como Aristóteles y Tomás
es tan necesario como lo fue en las épocas más negras de la historia humana, en
otro plano, el de la vida cotidiana, la profundización de la naturaleza y
métodos como los del escultismo clásico, sin las deformaciones que incorporaron
las crisis post sesenta y ocho. JMiA
No hay comentarios.:
Publicar un comentario