Tal vez, lo primero es detenernos a experimentar a Dios solo
como amor. Todo lo que nace de él es amor. De él solo nos llega vida, paz y
bien. Yo me puedo apartar de él y olvidar su amor, pero él no cambia. El cambio
se produce solo en mí. Él nunca deja de amarme.
Hay algo todavía más conmovedor. Dios me ama
incondicionalmente, tal como soy. No tengo que ganarme su amor. No tengo que
conquistar su corazón. No tengo que cambiar ni ser mejor para ser amado por él.
Más bien, sabiendo que me ama así, puedo cambiar, crecer y ser bueno.
Ahora puedo pensar en mi vida: ¿qué me pide Dios?, ¿qué espera
de mí? Solo que aprenda a amar. No sé en qué circunstancias me puedo encontrar
y qué decisiones tendré que tomar, pero Dios solo espera de mí que ame a las
personas y busque su bien, que me ame a mí mismo y me trate bien, que ame la
vida y me esfuerce por hacerla más digna y humana para todos. Que sea sensible
al amor.
Hay algo que no he de olvidar. Nunca estaré solo. Todos
«vivimos, nos movemos y existimos» en Dios. Él será siempre esa presencia
comprensiva y exigente que necesito, esa mano fuerte que me sostendrá en la
debilidad, esa luz que me guiará por sus caminos. Él me invitará siempre a
caminar diciendo «sí» a la vida. Un día, cuando termine mi peregrinación por
este mundo, conoceré junto a Dios la paz y el descanso, la vida y la libertad. JAP
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