Probablemente
era otoño y en los pueblos de Galilea se vivía intensamente la vendimia. Jesús
veía en las plazas a quienes no tenían tierras propias, esperando a ser
contratados para ganarse el sustento del día. ¿Cómo ayudar a esta pobre gente a
intuir la bondad misteriosa de Dios hacia todos?
Jesús
les contó una parábola sorprendente. Les habló de un señor que contrató a todos
los jornaleros que pudo. Él mismo fue a la plaza del pueblo una y otra vez, a
horas diferentes. Al final de la jornada, aunque el trabajo había sido
absolutamente desigual, a todos les dio un denario: lo que su familia
necesitaba para vivir.
El
primer grupo protesta. No se quejan de recibir más o menos dinero. Lo que les
ofende es que el señor «ha tratado a los últimos igual que a nosotros». La
respuesta del señor al que hace de portavoz es admirable: «¿Vas a tener tú
envidia porque yo soy bueno?».
La
parábola es tan revolucionaria que seguramente después de veinte siglos no nos
atrevemos todavía a tomarla en serio. ¿Será verdad que Dios es bueno incluso
con aquellos que apenas pueden presentarse ante él con méritos y obras? ¿Será
verdad que en su corazón de Padre no hay privilegios basados en el trabajo más
o menos meritorio de quienes han trabajado en su viña?
Todos
nuestros esquemas se tambalean cuando hace su aparición el amor libre e
insondable de Dios. Por eso nos resulta escandaloso que Jesús parezca olvidarse
de los «piadosos», cargados de méritos, y se acerque precisamente a los que no
tienen derecho a recompensa alguna por parte de Dios: pecadores que no observan
la Alianza o prostitutas que no tienen acceso al templo.
Nosotros
nos encerramos a veces en nuestros cálculos, sin dejarle a Dios ser bueno con
todos. No toleramos su bondad infinita hacia todos: hay personas que no se lo
merecen. Nos parece que Dios tendría que dar a cada uno su merecido, y solo su
merecido. Menos mal que Dios no es como nosotros. Desde su corazón de Padre, él
sabe regalar también su amor salvador a esas personas a las que nosotros no
sabemos amar. JAP
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