Negarse uno a
sí mismo, es una de las tres condiciones que el Señor nos fija, para seguirle a
Él. Hay distintos grados de amor, y el mínimo que el Señor nos demanda es el
cumplimiento de los diez Mandamientos, pero por encima de esto está el
entregarse incondicionalmente a Él negándose uno mismo y siguiéndole, tal como
Él mismo nos indicó: “El que quiera
venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que
quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la hallará”.
(Mt 16,24-25)
En su misma
exposición ya la divide en tres partes de actuaciones que hemos de tener para
alcanzar la vida eterna de la manos del Señor, Estas son: 1.- Negarnos a
nosotros mismos. 2.- Tomar su cruz, y 3.- Seguir al Señor. Veamos pues.
Negarse uno a
sí mismo, es una decisión que uno ha de tomar, si es que quiere caminar en
seguimiento de Cristo. Por amor hacia Él, debes de estar dispuesto a perder su
vida por Él si ello fuese necesario, pues los hombres llega a conocer el amor
de Cristo, en la medida en que renuncian a sí mismos, y el último grado y el
más duro de esa renuncia es entregar la vida por él alabándole y dándole las
gracias por la oportunidad que da al que así se entrega.
Es preciso
elegir, dice San Agustín: “Amar a Dios hasta el desprecio de sí mismo, o
amarse a uno mismo hasta el desprecio de Dios”. San Agustín también nos
decía: “…, el único y verdadero negocio de esta vida, es el saber escoger lo
que se ha de amar, ¿qué tiene de particular que si me amas y deseas seguirme
renuncies a ti mismo por amor?”. Y por ello aseguraba: “Si
te pierdes cuando te amas a ti mismo, no hay duda que te encuentras cuando te
niegas. (…). Antepón a todos tus actos la voluntad divina y aprende a amarte no
amándote”.
Es necesario
que nos neguemos a nosotros mismos, pues tal como escribía Jean Lafrance: “No
hay santidad sin renunciamiento, hay que tomarlo o dejarlo”. Quien
muere con Cristo resucitará ya en este mundo, día a día a una vida nueva de
amor, al Señor y a todo lo por Él creado, en especial a nuestros semejantes,
una vida nueva de oración incesante y sobre todo de amor inagotable. Negarse
uno a sí mismo es la negación de uno mismo, es humillarse uno, bajándonos de
nuestro pedestal, de ese pedestal que la soberbia de nuestro yo, ha creado y si
logramos aplastar nuestro yo, habremos aplastado nuestro hombre viejo, para que
nazca el hombre nuevo, que sabrá aceptar y tomar su cruz para seguir al Señor.
Benedicto XVI,
ya en su época de cardenal Ratzinger, escribía que: “…, el combate contra el
propio egoísmo, la ‘Negación de sí mismo’, conduce a una alegría interior
inmensa y lleva a la resurrección”. Y en este mismo sentido
corroborando lo dicho por Benedicto, el Beato Susón escribía también
diciéndonos: “El que se renuncia y muere a si, empieza a vivir una vida celestial y
sobrenatural. Con todo, aún hay quien vuelve a apartarse de Dios y no persevera
en su santa unión”. Aquel que persevera y se desprende de verdad de
sí mismo, al negarse a su yo, deja penetrar íntimamente en Dios, siente un
divino arrebatamiento, no por sus propias fuerzas, sino a impulso de una gracia
superior que no se ve pero se siente y coloca a un espíritu creado en el
Espíritu increado de Dios y ÉL, le regala con aquél éxtasis de San Pablo, y de
otros santos de quienes habla San Bernardo.
Y uno se
pregunta: ¿Y cuál es el camino que hay que seguir para negarse a uno mismo?
Para comprender bien, cuál es el camino, que hay que seguir para negarse uno a
sí mismo, hay que tener presente lo que nos dice el Kempis, poniendo en boca
del Señor las siguientes palabras: “Me tiene sin cuidado cuanto pueda recibir de
tu parte, si no te das tú mismo; es a ti a quién quiero, no tus dádivas. ¿Es
que podría bastarte a ti todo cuanto tienes, sin Mí? De igual manera, tampoco
me satisface cuanto puedas tú ofrecerme, si no te ofreces a ti mismo”.
Y así es El
Señor nos desea a nosotros, no a lo que podamos tener, a Él solo le interesa
nuestra alma desnuda, pero desnuda no solo de lo que podamos poseer
materialmente, sino también de apetencias y de deseos de bienes materiales e
inmateriales. Nos quiere solo con el hambre del deseo de llegar a entregarnos a
su amor. La persona humana, es un manojo de deseos que cuando alguno se
materializa, le crea una necesidad a esta persona. Solo prescindiendo de deseos
y de necesidades puede uno llegar a negarse a sí mismo y seguir al Señor.
Porque si lo que queremos es poseerlo todo, hay que perderlo todo, para
alcanzar el Todo de todo que es el Señor.
Existen tres
reglas para negarse a uno mismo, escritas por el Beato Susón y así, este nos
dice que para volver a Dios lo que se debe de hacer es:
1).-
Convencerse de la bajeza de su ser, el cual, separado de la omnipotencia de
Dios es verdaderamente nada.
2).- Pensar que
Dios fue el que creó y conserva su naturaleza, y que uno no ha hecho sino
mancharla de pecado; y que antes de volverla a Dios tiene que limpiarla de
nuevo y purificarla.
3).- Rehacerse
por un odio generoso a sí mismo, desprenderse de la multitud de amores terrenos
que ocupan nuestro corazón, renunciarse por completo a sí mismo y abandonarse a
la voluntad de Dios en todo y en todo momento de nuestras vidas. Mantenerse
siempre firme en el deseo de amar más y más al Señor, lo mismo en las alegrías
que en los sufrimientos, lo mismo en el trabajo que en el descanso.
Negarse a sí
mismo, es buscar uno siempre el descendente camino de la humidad y la
humillación. No ir a la búsqueda del camino ascendente; que es el camino del
dinero, del honor de la fama, del triunfo, del brillo; buscar a los que
triunfan y tomarlos de ejemplo; dejarse llevar por lo que a uno le pide el cuerpo
y la sociedad en que vive.
Por el
contrario, el camino descendente; es el camino del fracaso ante los ojos de los
demás, del sacrificio, de la oscuridad; es buscar a los más pequeños, a los
insignificantes, a los oprimidos; no aceptar las tendencias y los deseos de
nuestro ser, que desgraciadamente lo dominan los deseos de nuestro cuerpo
mortal. Solo nos salvaremos, nadando a contracorriente y solo podremos nadar a
contracorriente, con la ayuda del que ‘Todo lo puede’, sin Él nada podemos.
San Juan Pablo
II nos decía que Cristo conoce a la criatura humana en profundidad y sabe que
para alcanzar la vida tiene que realizar una ‘transición’, una ‘pascua’, de la
esclavitud del pecado a la libertad de los hijos de Dios, renegando al ‘hombre
viejo’ para dejar espacio a ese hombre nuevo, redimido por Cristo.
Aquel que
logra, alcanzar su propia negación llega a comprender que, nuestra anulación es
el modo más potente que tenemos de unirnos al Señor y de hacer el bien a las
almas; es lo que San Juan de la Cruz repite casi en cada línea. Cuando podamos
sufrir y amar, podemos mucho, es cuando podemos lo más que se puede alcanzar en
este mundo: El sentir que sufrimos, y alabar el sufrimiento, porque este nos
identifica con Él que tanto sufrió por culpa de nuestros pecados. Él tiene que
ser la única la razón de nuestra existencia y todo nuestro amor ha de ser para
Él y solo para Él. Jdel C
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